Texto compuesto a partir del material desechado de la ponencia que presenté en Voces del Extremo, en Moguer, durante el verano de 2015.

Cambiar el mundo o cambiarnos a nosotros… (de nuevo sobre la responsabilidad de la escritura de izquierda)

Cambiar el mundo, por supuesto, sí, pero que no nos cueste demasiado; no queremos gastar mucho tiempo en ello, ni siquiera en pensarlo de un modo crítico y algo exigente. En realidad, nada, no queremos realmente nada… No estamos dispuestos al sacrificio, es más, la sola pronunciación de esa palabra, sa-cri-fi-cio, hará surgir risitas medio cínicas o sinceramente exasperadas; no estamos aquí para sacrificarnos, sino para gozar… (he oído decir muchas veces entre nosotros); de hecho, vemos a los que los hacen, los sacrificios, como a seres extraños y ajenos a nosotros…

¿Qué queremos hacer con nuestros poemas o nuestros escritos…? Se pregunta Peter Weiss en La estética de la resistencia, uno de los grandes relatos del siglo veinte, cuando su personaje protagonista decide dedicarse a la escritura. Su respuesta es sencilla, lo hará para «acompañar a sus camaradas en el dolor y el silencio…» El problema, hoy, sin embargo, es determinar quiénes son nuestros compañeros, cuál es realmente nuestra clase; ¿formamos verdaderamente un grupo, un colectivo?, ¿quiénes lo integrarían?, ¿nos sentimos vinculados hasta ese punto? ¿Para quiénes escribimos?, ¿para qué escribimos? No os precipitéis en la respuesta, no nos conformemos con los tópicos que nos arrojamos unos a otros, no nos mintamos, o si lo hacemos de cara a los demás, contestémonos sinceramente al menos dentro de nosotros.

Si lo hacemos así, entonces nos encontraremos de verdad en el extremo, seremos de verdad voces del extremo.

Si denunciamos con todas nuestras fuerzas que hoy la política ha sido subsumida y dominada absolutamente por el poder financiero, esto es, por el Capital en su máxima expresión de dominio y de potencia; debemos reconocer que nosotros, los escritores, artistas e intelectuales (“de izquierda”, dándole la razón a Alain Badiou, que pronosticaba ya en 2007 nuestra desaparición), hace mucho que rendimos nuestro campo a los mismos poderes, y con muy poca resistencia por nuestra parte… De hecho no hacemos otra cosa, muchas veces, que reproducir sus comportamientos, protocolos y valores en nuestras prácticas y eventos… En el valor que damos, sin querer o queriéndolo, por ejemplo, a las ventas, a nuestro capital relacional o a la fama (valores de acumulación donde los haya); frente a la relevancia intelectual o al riesgo… O en la gestión del tiempo (todo debe ser rápido y todo dispuesto al consumo, al goce instantáneo, a la inmediata sustitución y al olvido); o en la gestión de los contenidos y de las ideas (todo debe ser, además, digerible y ligero, y humorístico preferiblemente; huimos sistemáticamente de la densidad y de la gravidez, en el arte y en el pensamiento; y no nos empacha reconocerlo). Atraídos por el espectáculo, por lo rápido, por lo instantáneo, por el simulacro, a menudo, nos comportamos como especies de malformaciones especulares de nuestros enemigos, preocupados de que todo suene bien, de que no disturbe, de que aquello que exponemos se dirija directamente a las emociones de nuestros interlocutores y no rompa los consensos heredados…

James English publicó hace unos pocos años un interesante libro (The Economy of Prestige. Prizes, Awards, and the Circulation of Cultural Value, Harvard University Press, 2005) sobre el desplome de la cultura y la desactivación de los intelectuales en el mundo de hoy a través precisamente de lo que él llama la “economía del prestigio”: que no es otra que ese sistema de premios (que han aumentado exponencialmente en todo el mundo en los últimos veinte años) con el que se promueve –y domestica– a los intelectuales más sumisos, y también a los potencialmente críticos.

Alicia Lissidini, en un artículo titulado “¿Ya no hay intrusos?”, que trata sobre los intelectuales y el poder, especialmente sobre la relación orgánicamente perversa que se ha establecido entre los intelectuales y los gobiernos progresistas de América Latina (BRECHA 28 de mayo de 2015) se hace la siguiente pregunta: «¿puede un intelectual ser funcionario de un gobierno o recibir financiamiento estatal, sin perder su condición?»

Y sentencia…

«Mientras crece la proporción de ciudadanos desilusionados con los gobiernos de izquierda en el mundo, y en general de la política, los intelectuales parecen haber perdido la capacidad de generar espacios públicos democráticos que permitan reconstruir puentes, como señala Manuel Antonio Garretón, entre el mundo de las ideas y el de los proyectos sociales y políticos».

Y citando a Loïc Wacquant (“Pensamiento crítico y disolución de la doxa. Entrevista con Loïc Wacquant”, en Antípoda, revista de antropología y arqueología. 2006), sostiene que

«… hay que retomar la función histórica del pensamiento crítico, que consiste en ‘servir de disolvente de la doxa, en poner continuamente en tela de juicio las evidencias y los marcos mismos del debate cívico, de tal suerte que se nos abra una posibilidad de pensar el mundo en vez de ser pensados por él, de desmontar y de comprender sus engranajes y, por tanto, la posibilidad de reapropiárnoslo tanto intelectual como materialmente’».

Y, finamente, aboga “por la vuelta de los intelectuales intrusos, incómodos para los poderes políticos y económicos”… Pues eso mismo es lo que nos planteo hoy aquí, convertirnos en intrusos de nosotros mismos, de nuestras propias costumbres, de nuestra propia doxa, que nos lleva inevitablemente a repetir de modo mecánico y acrítico lo evidente.

Dice Antonio Méndez Rubio, en su librito, (FBI): fascismo de baja intensidad

«La verdad es que prefiero el término fascismo [a los de capitalismo o neoliberalismo] porque las cuestiones que entonces se plantean me producen taquicardia. Como si intuyera que ése es el riesgo: que destruir la vigencia del régimen fascista implica destruir una parte de mi corazón»

Y afirma Erwin Piscator para explicar su propuesta de teatro político, que revolucionó el concepto mismo de teatro en el Berlín de la entreguerras.

«Mi cronología empieza el 4 de agosto de 1914. ‘Desde entonces sube el barómetro: 13 millones de muertos. 11 millones de inválidos. 50 millones de soldados movilizados. 6.000 millones de tiros. 50 millones de metros cúbicos de gas…’»

No se puede ser más claro.

Tal como señala mi compañero de TdN, Juan Pedro García del Campo, en su artículo “El conflicto y la escena: arte y política en Piscator” (publicado en el número 26 de Riff-Raff, del otoño de 2004):

«Piscator no es sólo un comunista que se dedica al arte sino, en la misma medida, un artista comunista: porque el teatro (el arte) no es un espacio neutro en el que reinan los absolutos estéticos, sino una práctica en el ámbito artístico que, como cualquier otra, produce determinados efectos políticos. Piscator es un director de escena que acomete su actividad desde una posición comunista».

Bien, entonces, ¿de dónde debemos partir nosotros? Esa es la pregunta que nos he propuesto hoy aquí… Dicho de otra forma, en esta coyuntura en que nos ha tocado vivir, ¿dónde empieza nuestra cronología?

Y otra pregunta, tal vez, algo más incómoda, ¿cuándo escribimos, qué somos?, ¿somos algo?, ¿somos comunistas, o anarquistas, o trotskistas, o socialistas, o socialdemócratas, o liberales, o neoliberales, o fascistas, o seres angelicales fuera de este mundo, ajenos a todo…? ¿Qué somos realmente…? Porque no podemos no ser nada, eso es imposible… No somos ángeles. ¿Dejamos de lado lo que somos, o decimos que somos, cuando escribimos?, ¿nos vamos a esos imposibles absolutos estéticos que citaba mi compañero Juan Pedro García, como si hablásemos en nombre de una condición humana objetiva y universal…? Igual que han hecho durante siglos la poesía y el arte canónicos, la poesía y el arte de nuestros amos.

Veamos un ejemplo… No sé si conocéis a uno de los colectivos artísticos y musicales más interesantes del pop-rock europeo de los últimos años, The Irrepresibles, fundado y liderado por Jamie McDermott. Su primer trabajo en estudio Mirror Mirror  (2010) fue aclamado por The Guardian y The Independent, prensa que no es precisamente conservadora.

The Irrepresibles posee una potencia lírica extraordinaria y su exposición visual y dramática de una belleza y capacidad evocadora extraordinaria también. Entre sus composiciones hay una que me parece especialmente emocionante, de una extrema sensibilidad y fuerza poética, se titula In This Shirt, que fue precisamente una de las más aclamadas, precisamente por ello. Dice así:

Me siento perdido en nuestro arcoíris… 
Pero ahora nuestro arcoíris ha desaparecido…

Y aquí estoy, cubierto por tu sombra,
mientras nuestros mundos siguen adelante…

Pero dentro de esta camisa, puedo ser tú,
estar cerca de ti por un momento…
Hay una enorme grúa que esta derribando
todo eso que fuimos.
Y despierto en medio de la noche para escuchar rugir su motor.

Hay un dolor que serpentea a través de mi cuerpo
y me deja lisiado…

Y hay una espina en mi costado…
Es la pena, es el orgullo…
De ver como tú y yo seguimos cambiando,
seguimos adelante y nos transformamos tan rápido…

Y su punzada es como si la deseases,
y llega sin que la pidas…

Pero necesito, necesito decirte, Jake, que te amo

y que eso nunca terminará…
Y que me desangraré, cada día,
durante años y años…

Te envié una nota

a través del viento, para que la leyeras…
Nuestros nombres iban escritos allí juntos,
y deben de haber caído como caen las semillas…
A las profundidades de la tierra,
y estarán allí enterrados bajo el suelo…

En el viento, pude escucharte como decías mi nombre,
y conservé esos sonidos…

Estoy perdido.
Estoy perdido en nuestro arcoíris,
pero ahora nuestro arcoíris ha desaparecido…

Estoy perdido.
Estoy perdido.
Estoy perdido.


Bella, ¿no? Hermosa, sí, pero una bella mentira, una hermosa, falsa y pura quimera, urdida por nuestros amos en nuestro interior durante siglos… Ni el amor perdido dura años y años en nosotros, como bien sabemos, ni esos nombres escritos en una nota lanzada al viento son semilla de nada, pues el viento por el que han volado está viciado y es irrespirable, y el suelo al que han caído está devastado y envenenado, y, por si fuera poco, no es nuestro, tiene dueño… Lo hemos viciado todo, devastado y envenenado nosotros; en realidad el Capital, con nuestra ayuda… Esa es la cruda verdad.

Y, si tanta belleza se sostiene sobre una impostura y una falsedad tan claras, alguien debería cantar y entonar la verdad de la devastación de esta tierra… No los nombres cayendo como semillas en una tierra que no existe, sino la desolación y la destrucción de la tierra que verdaderamente existe. Pero no para regodearnos en su destrucción y devastación, sino para liberarla y liberarnos nosotros con ella.

Algunas veces he oído decir a nuestro querido compañero Antonio Crespo Massieu, a riesgo de equivocarme y no citar exactamente sus palabras, que escribimos en el límite, en la fractura, para conjurar el miedo y el vacío de sentido; o el hastío, quizás. Pero, creo, que no es nuestra función arrojar ese miedo, ese vacío o ese hastío a los demás; tampoco la ira y el odio que sentimos (como yo mismo he hecho, a veces); no es fructífero, no nos lleva a ninguna parte (esa es al menos mi convicción ahora, cuando creo que he aprendido algo) Y, además, cualquiera puede hacerlo, es lo que muchos han hecho durante siglos y hacen aún; lo que hacen normalmente, en el instituto, los adolescentes airados a los que pido que se expresen mediante sus escritos, arrojar sus miedos, su vacío, su hastío, su odio e ira… Unos y otros se creen justificados al arrojarnos sus miedos, su hastío, su vacío y su odio; y creen justificada así su escritura, pero lo único que hemos hecho, que hacen, es aumentarlos inútilmente… Nosotros, sin embargo, deberíamos hacer otra cosa, deberíamos interpelar las causas de ese vacío y de ese miedo, de ese hastío, de esa ira y de ese odio, para superarlos, para construir algo nuevo, diferente. No deberíamos bajar tampoco nosotros, a la hora de escribir el mundo, el listón de nuestras exigencias. En un mundo en el que puede escribir cualquiera, y hacerlo bastante bien, si aprende las fórmulas adecuadas (hay fórmulas para todo, para un buen bestseller, para un buen poema de amor, para crear un buen superhéroe, una buena trama detectivesca, o misteriosa, o mágica, o urbana, o guarra, eso da igual con tal de que funcione), escribir “en el extremo” debería equivaler a interpelar lo dado, lo consensuado, a no darse por satisfechos con lo de siempre, con lo sabido, con lo evidente; sé que esto conlleva un riesgo y no es siempre agradable ni satisfactorio, pues afirmar el sentido aun cuando sintamos la amenaza o la insidiosa asechanza del sinsentido, o descubrir en nosotros el policía que llevamos dentro, el explotador que llevamos dentro, descubrirnos como comunistas policías o anarquistas policías, comunistas explotadores del otro o anarquistas explotadores del otro, cuando reprimimos la alteridad, la diferencia, la “otra posibilidad” de ver y sentir las cosas, o cuando nos aprovechamos de nuestra posición de dominio en un campo cualquiera, sea el de la vida cotidiana, el del trabajo o el literario, no es agradable ni satisfactorio. Pero debemos hacerlo. Debemos superar nuestra pereza, nuestra natural tendencia a la comodidad y a refugiarnos en lo considerado como inalterable y seguro. Esos no deberíamos ser nosotros.

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