PRIMERA PARTE

El primer vuelo: un viaje también contra el miedo

Antes de nada, decir que este viaje de un mes por las Américas, en realidad, debieron ser tres viajes distintos, en tres momentos diferentes, pero la pandemia acabó enlazándolos en uno solo. Y, si es verdad que las cosas suceden cuando deben suceder, el que, finalmente, los tres constituyesen un solo periplo, en un mismo momento, ha revestido a cada una de las etapas, la de Nueva York, la de Chile y la de Buenos Aires, con significados que, de haberlas realizado, una a una, en tiempos distintos, no habrían tenido.

Y, tal vez, a causa de la costumbre de la “distancia social” y del aislamiento de estos años, o debido a ciertas consecuencias imprevistas, dentro de nosotros, de este excepcional y largo periodo –no reconocidas por nuestra razón consciente, aunque reales–, las primeras horas del primero de los cuatro vuelos trasatlánticos e intercontinentales que debería realizar a lo largo del mes, se convirtieron en una especie de batalla interior contra el miedo; en realidad, contra un vago temor a la inmensa amplitud del mundo, tras más de dos años de obligada, resignada y, por qué no, confortable y segura claustración.

¿Quién era el que viajaba en ese aeroplano, como piojo entre costuras? Me preguntaba; pues cualquier ilusión del encanto de clase media que tenían los cómodos viajes aéreos de antaño, ya lo saben, ha desaparecido, enterrado en este ambiente de autobús desvencijado, atestado, maloliente y claustrofóbico en que han convertido, las compañías actuales, a las cabinas de las aeronaves (resulta conmovedor ver a esos turistas primerizos en los aeropuertos tan ilusionados porque van a hacer “un viaje en avión”).

Sea como fuere, allí, empotrado, entre aquellos angostos pasillos y las miradas inquietas y desconfiadas de gentes desconocidas que se sienten tan agobiadas como tú, no dejaba de hacerme la misma pregunta, ¿quién era yo?, ¿quién era ese tipo de un metro y ochenta y cinco centímetros de altura, y cien kilos de peso, que iba embutido en uno de esos asientos imposibles, ante una pantallita, con sus audífonos, y una de esas bandejitas que te oprimen irremediablemente el ombligo, cuando las despliegas? Un tipo que se había mantenido, durante años, al margen de las redes sociales y de su extraño mundo como de patio de vecindad global y que, ahora, unos días antes de salir para las Américas, se había embarcado en el lanzamiento de una página web personal y se había comprometido –para más inri– a intervenir en dos de ellas, Instagram y Twitter…

¿Era aquello también una cierta inquietud y temor al proceloso mundo de la Red y no solo a la inmensa amplitud del mundo de fuera? ¿Dónde quedaban los años de las incansables idas y venidas…? ¿Eran aquellos temores superpuestos únicamente la edad, tan solo el implacable paso del tiempo…?

Y allí, encastrado en aquel minúsculo espacio (menos mal que el asiento de al lado iba vacío y me daba un cierto respiro), consideré ese vago temor a lo que va mucho más allá de “lo nuestro” y ese dejarse vencer por el miedo, por ese impreciso temor al movimiento y a la inevitable y exigente adaptación a lo nuevo y a lo desconocido, como un innegable signo de envejecimiento. ¿No es así como uno se hace conservador y como uno se hace viejo…? Tenía, pues, que superar el miedo a lo nuevo, hacerlo mío y ser yo mismo también eso nuevo, debía seguir creciendo, no podía resignarme a dejar de crecer… ¿No había sido, acaso, y salido de mí lo mejor de mí mismo –me repetía, medio asfixiado por la bandejita pegada a mi ombligo y con una miga del bocadillo reseco que me habían servido atascado a la altura de la glotis– justamente cuando había dejado de tener miedo a crecer y a lo nuevo…?

Ante lo nuevo y lo desconocido, deseamos tener respuestas que nos tranquilicen inmediatamente, pero no hay respuestas inmediatas y tranquilizadoras. ¿Sabría responder al reto de América? No era la primera vez que iba, pero, esta vez, iba a ser distinta la experiencia, más honda, completa y reposada. ¿Sabría responder, también, cuando regresase a casa, al reto de las redes sociales, unos artefactos pensados para otra cosa distinta de lo que yo pretendía hacer? ¿Sería un fracaso ese intento o, como mucho, quedaría todo en algo completamente irrelevante? ¿Quién sabe? Lo único cierto es que, si no lo intento, nunca lo sabré. Y, al fin y al cabo, quién era ese yo que viajaba a Nueva York, la primera etapa del viaje, que se preguntaba esas cosas, que tenía esos miedos y al que le alcanzaban esas dudas…

¿Dónde estaba mi casa?, ¿dónde está, realmente, nuestra casa…? ¿No está allí donde está lo que amamos, aquello que nos hace ser lo que de verdad somos…? Nuestra casa es lo que amamos, no está ni aquí ni allí, no es un lugar, es un estado: el sentimiento de estar en donde deseas estar; y yo deseaba estar allí, en ese minúsculo asiento, atosigado por aquella bandejita contra el ombligo, pidiendo un poco de agua para ver si pasaba la miga reseca del apestoso bocadillito de pollo –más reseco aún que el pan–, iniciando aquel viaje contra el miedo, para seguir creciendo.

Y, así, sosegado, al fin, recalcando, como pude mi postura contra el respaldo reclinable (no quiero pensar lo que pensaría, en ese momento, la señora que iba detrás de mí) me quedé dormido…

Habrían transcurrido un par de horas, cuando, en el inquieto silencio y en medio de esas tinieblas artificiales, típicas de las cabinas transatlánticas e intercontinentales, unos golpecitos de mi vecino del lado de la ventanilla (que se había apropiado, por cierto, en un descuido mío, del asiento libre del centro) me despiertan: el hombre quiere ir al aseo…

Obligado por la espera del inevitable regreso de mi vecino a su asiento, decidí ponerme, entre tanto, a ver una de las películas incluidas en la oferta que la compañía tenía para sus viajeros. Se trataba de un curioso drama del cine independiente norteamericano, una señora mayor fibrosa y llena de vigor, cuyo rostro está hendido por profundos surcos, que vive junto a un lago, en la inmensidad desierta de Idaho, creo recordar, y que se alimenta solo de los enormes cangrejos que saca con una nasa casera de la orilla, invariablemente, cada mañana, o de comida barata de supermercado, espera, impaciente, a un antiguo novio que ha quedado viudo, como ella, y, cuando se va a ir en su autocaravana, porque ya desespera de la llegada del señor mayor, al que amó en su juventud, este llega; pasan un día juntos, que acaso resume toda una vida que no fue, y, al día siguiente, sin que esas horas con ella hayan dejado huella en él, se va tan tranquilo: para siempre, se supone.

Y, al final de esta sencilla historia de una espera, mientras la señora, sola, de nuevo, recoge sus escasos pertrechos en su caravana y emprende la marcha, lejos de aquella orilla en la que ha esperado inútilmente algo que no se ha dado, porque simplemente no se podía dar, me da por pensar en otro peligro que en mí es causa también de temor, el de convertirme en una caricatura de mí mismo esperando algo que no se va a dar ni se puede dar.

Quedar atrapados en una determinada imagen de nosotros mismos, que hemos construido, queriéndolo o sin querer, con el paso del tiempo: en mi caso, el típico tipo que vive ajeno a las redes sociales, encerrado en su privacidad y que se refiere con sorna a los que habitan en ellas, mostrando un cierto desdén, con cierto estúpido aire de superioridad, de quien se siente proveniente de un mundo pasado mejor que el que tiene, es realmente un peligro; aunque el verdadero temor que me atraviesa en ese momento es el de olvidar la razón por la que comencé a escribir, que no era yo, que no era la carrera literaria, sino responder al mundo y a la realidad que habito…

Por eso, mientras me dirijo a Nueva York, embutido en aquella asquerosa aeronave, y mientras contemplo, en la pantallita, a la señora alejarse en su caravana, sola y decepcionada por la inútil espera, pero quizás satisfecha de haber pasado ese día con su antiguo novio, y por haberse desprendido, así, por fin, de la falsa ilusión que la ha mantenido junto al lago, me doy cuenta de lo fácil que es olvidar el origen de nuestras decisiones, el auténtico motivo de ellas; en este caso, de por qué he emprendido este viaje, de por qué he decidido construir una web personal y sumergirme en la corriente de las redes sociales o de por qué comencé a escribir…

Si no quiero convertirme en una caricatura de mí mismo, me digo, no debo olvidar la causa, el motivo por que comenzó todo; si lo olvido, nada tendrá sentido; si lo recuerdo, todo lo tendrá, pienso, mientras cierro los ojos y me quedo dormitando, una vez más.

Y, al cabo de unos veinte minutos, al abrir los ojos, en medio de la penumbra artificial de la atestada cabina, no sé exactamente por qué; tal vez, porque recordé las palabras de Elon Musk sobre el triángulo del litio, entre Bolivia, Chile y Argentina, o porque veía su jeta deforme por la cirugía repitiéndonos que es uno de los amos del mundo, decidí que Twitter no sería una de las redes que activaría, que solo serían Instagram y este blog, dentro la página web que tan primorosamente había diseñado Ana Orantes y que contó también con el cariñoso y decisivo aporte fotográfico del gran Demian Ortiz.

Al poco, el comandante nos avisaba que comenzábamos el descenso y aproximación al aeropuerto JFK de la ciudad de Nueva York.

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