A propósito de la lectura de Escritos sobre arte de Althusser, Macherey, Balibar y W. Montag (Tierradenadie Ediciones, 2011)
El arte productor de conocimiento y la cuestión del receptor
Desde una perspectiva althusseriana, “el conocimiento, incluido el del arte, es producción”, y, lo que es aún más importante, esa actividad productora recae esencialmente en el receptor; de modo que el conocimiento del arte, la recepción de un producto artístico, no es un hecho pasivo, puesto que “conocer el arte implica producir el conocimiento del arte”. Y eso es la lectura y eso es lo que intentaremos aquí.
Dicho de otro modo, “el receptor es la obra”, como “la obra es el receptor” de la misma; “la conciencia del espectador no es otra cosa que la obra, pero igualmente la obra no es sino los efectos que produce en el espectador…” Esto es, “las relaciones entre el espectador y la obra, el artista y la obra, la historia y la obra, etcétera, coexisten en la obra misma…”
Pero es que, además, la práctica artística es una “práctica de prácticas” o, mejor, “una práctica entre prácticas”, sean estas la práctica política, la economía, la historia o la filosofía. Todo producto artístico es, así, un “objeto complejo”, tanto por su ejecución, como por las implicaciones derivadas de su recepción. Un objeto complejo y “determinado”. En realidad, marcado por lo que Althusser denomina “sobredeterminación” o “causalidad estructural”; esto es, todo objeto artístico o literario se puede decir que es un objeto histórico en la Historia.

Como escribe Aurelio Sainz Pezonaga, en su introducción a los Escritos sobre arte de Althusser, Macherey, Balibar y W. Montag (Tierradenadie Ediciones, 2011), «las relaciones que establece [la obra artística] con el espectador, [con] el artista, [con] la coyuntura histórica, etc., son [además] relaciones necesarias, son sus condiciones de existencia. Es esto por lo que el espectador, el artista, la coyuntura, etc., no pueden considerarse como realidades enteramente externas a la obra. Su relación es una relación de inmanencia. Juntos componen un todo complejo. Y en el todo complejo cada uno de los elementos es condición de existencia de los demás…»
Aunque, si “la obra está hecha de Historia”, “la Historia está hecha, entre otras cosas, de obras que toman posición en sus conflictos” (descontada la “materialidad irreductible” de las mismas). Así, pues, toda obra artística proviene de un conflicto co/causado, y “el descentramiento, la dislocación son sus constitutivos”, así como la interpelación creadora de subjetividad: y, a fin de cuentas, de ideología (que para el grupo althusseriano no se trata de mera identificación psicológica), o lo que Spinoza denominó conatus, o esfuerzo (por la emancipación), o la ruptura, o las diferencias relacionales entre el afuera y el adentro, o la tensión entre lo previsible y lo imprevisible; etcétera… De tal manera que su “simplificación”, o «su acabamiento, su [reducción a mera] interioridad se muestran como efectos ideológicos resultado de un intenso trabajo de denegación de ese conflicto que la define…»
De ahí que tanto para Althusser, como para Macherey, el conocimiento de cualquier producto artístico conduce a la explicitación de la “distancia interior” que lo fundamenta, por encima de la conciencia o de la voluntad del artista. “Distancia interior” que proviene sobre todo de la confrontación de dos temporalidades opuestas, y de sus correspondientes espacios: que proponen irremediablemente dos planos de lectura y de recepción en conflicto: el plano histórico y social (o materialista), y el plano de la “conciencia interior”, ligado al prejuicio idealista de la “condición humana” (o humanista). Por lo que «explicar la pugna entre las diferentes lecturas es, entonces, un modo de explicar la obra, ya que la contradicción entre lecturas no es sino efecto de la contradicción interna a la propia obra…» Y esa pugna es especialmente constitutiva de las obras de arte y literarias verdaderamente significativas: me viene a la mente, en este sentido, uno de los poemarios claves de nuestra generación y que, sin duda, prevalecerá en el tiempo, que se arma, justamente, en torno a las memorias personal y colectiva; se trata de Elegía en Portbou, de Antonio Crespo Massieu. Una obra en la que esas dos temporalidades, esas dos lecturas, la personal, del sujeto que se expresa (al escribir o al leer), y la histórica, la de las causas materiales que se expresan a su través (al escribir y al leer), forman parte programática (ab initio), y de un modo muy consciente, me parece, del texto.
Como Warren Montag señala, en el artículo que cierra el libro antes citado, para Athusser (como para Marx, Engels o Lenin), el carácter materialista, crítico o antagonista de una obra artística no viene, pues, ni de los contenidos (por vindicativos que parezcan), ni de la voluntad subversiva del artista, sino de la capacidad que la obra tenga de suscitar y provocar un “conocimiento histórico” real y efectivo. El potencial subversivo de una obra de arte no es, pues, político; es, sobre todo, epistemológico, y radica en su capacidad de promover conocimientos. Y el poemario citado de Antonio Crespo Massieu, tanto su densidad intertextual y formal, como su tono, honda y radicalmente profético y asertivo, produce y “promueve conocimiento”; puesto que, como también Warren Montag asevera, al tratar de las cartas cruzadas entre Althusser y Franca Madonia, a propósito de las naturaleza del realismo socialista y del neorrealismo, respecto de la de la Nouvelle Vague y de la del expresionismo abstracto; las formas significan, y, por lo general, “por encima de la voluntad del artista”, como antes señalábamos; hecho que explicaba, para Franca Madonia (frente al primer Althusser) que el expresionismo abstracto o la obra de Samuel Beckett y la de Bertolt Brecht fuesen igualmente efectivas, por vías diversas, en su capacidad para provocar “conocimiento histórico” en el espectador; o que el realismo no sea hoy el mejor modo de llegar a lo real, sino que paradójicamente sea la estrategia preferida para la ocultación de la realidad; convicción que traspasaba también algunos de los trabajos que constituyeron la base de otro libro de Tierradenadie Ediciones, La (re)conquista de la realidad (2007).
Por eso, yo le haría dos preguntas a Antonio Crespo Massieu. Una, ¿qué lector o qué receptor presupone esa densidad poética, la de su poemario? Pues inevitablemente se debe de haber planteado, desde el principio mismo de su escritura, tal como parece lógico suponer desde que Jauss indagó acerca de los procesos de producción/recepción de las obras artísticas y literarias.
Y, otra, sería sobre si la “irreductible materialidad” de este poemario (irreductibilidad que dábamos por descontada en toda obra concreta), su densidad formal, tiene un fundamento radicalmente profético, ya sea bíblico o talmúdico, en un sentido estricto; y si ese cimiento profético es, precisamente, en el que se funda su desajuste e imprevisibilidad y su capacidad de interpelación; esto es, de la interiorización, primero, de la Shoa, y de la proyección, luego, de ese mismo Holocausto, a su propia experiencia personal del mundo y de la Historia. Si sucede, en fin, lo mismo que con la obra de otro grandísimo poeta de nuestra generación, Enrique Falcón, en cuyos textos, ese hálito, igualmente profético procede de sus convicciones radicalmente evangélicas y cristianas, proyectadas en su experiencia personal e histórica.