El encuentro con los otros / La vida literaria
Durante gran parte de mi vida como escritor, me mantuve voluntariamente al margen de la relación con los otros, no tuve vida literaria, me concentré exclusivamente en escribir; desde 1990, cuando retomé la escritura literaria, hasta la publicación de Grito y realidad, en 2008, transcurrieron dieciocho años de escritura y silencio; sin embargo, a partir de 2008, las cosas cambiaron, la obra acumulada durante esos dieciocho años, comenzó a salir a la luz y, con los libros, mi persona se expuso irremediablemente.
Todos saben que me gusta luchar por mis libros –hasta donde mis fuerzas y mis posibilidades lleguen–, todos mis editores saben que hago todo lo que esté en mi mano para dar a mis libros todo el recorrido que creo que se merecen, como “hijos de mi ingenio” que son. Mis editores, por lo común, no han podido o no pueden hacer grandes alardes difusores; en la mayoría de los casos, bastante hacen con mantener sus editoriales en pie y funcionando en una realidad tan hostil, como la española, para el libro y la lectura, en general.
El hecho de que, hasta ahora, hasta este justo momento en que he abierto la ventana al mundo virtual que es esta página web; el hecho de que, en todos estos años de exposición pública, sin embargo, haya renunciado a mi presencia en las redes sociales –y en Internet, en general– me ha obligado al viaje y a la presencia física en encuentros de escritores y editores, en ferias, festivales y las habituales presentaciones de cada una de mis obras publicadas, algo que no me ha costado, ni me cuesta hacer, y con la que disfruto, porque, al contrario que otros, el viaje, el encuentro con el lector, sobre todo con el tipo de lector al que me dirijo, me gusta; además de que, en la mayor parte de los casos esas presentaciones son, en realidad, una excusa para verme con gente, compañeros y compañeras, con la que no me vería, si no fuese en tales ocasiones.
Siempre he odiado las ferias del libro, me parecía ridículo lo de las casetas con un tipo dentro esperando a que alguien se acerque a mirarlo con ciertos gestos ambivalentes, que lo mismo valen para expresar una cierta y vaga admiración que, por el contrario, suponen una forma de decir: pero este tipo qué hace ahí metido. Y todo dispuesto, me parecía, al modo de las jaulas de la vieja Casa de Fieras del Retiro, en el Madrid de mi infancia.
Sin embargo, con el tiempo, me he dado cuenta de que esas jaulas de casa de fieras tienen su sentido, tanto para los editores, como para los lectores, pero también, incluso, para los escritores que, como yo, no concitamos grandes arremolinamientos a nuestro alrededor. En esas casetas y en toda la variada gama de encuentros con lectores que un escritor tiene, ya sea en grandes o pequeñas librerías, en centros comerciales o en bibliotecas públicas, en casas de cultura municipales, en jornadas y festivales nacionales e internacionales o en modestos talleres de lectura, en medio de las aceras o en los maravillosos baretos literarios en los que he leído y recitado, ya sea ante más de quinientas personas o ante media docena –da igual–, he tenido la suerte de dar, una y otra vez, con maravillosos lectores imprevistos, que me han regalado, en cada ocasión, razones suficientes para seguir escribiendo, y viajando y presentando y luchando por cada uno de mis libros, hasta donde pueda. En un mundo, además, en el que la presencia y el encuentro físico real se están sustituyendo por las relaciones virtuales, a través de toda clase de pantallas y pantallitas, el encuentro personal ha devenido, creo, en un acto militante y vindicativo de las auténticas relaciones humanas.