III Foro social de las artes, 2007

Hombres buenos (en el buen sentido)

Hace algunos años, durante unas memorables jornadas dedicadas a Peter Weiss, en el Instituto Alemán de Madrid, le hice una pregunta a su viuda, que, por su escueta formulación -que no dejaba traslucir el minucioso proceso de elaboración y selección mental-, no fue del todo comprendida, ni por ella, ni por la mayoría de los asistentes al coloquio. Su marido fue sin duda un hombre bueno, ¿verdad?: le vine a preguntar a su viuda. En realidad, estaba pensando, al formularla, en el buen sentido -machadiano- de la palabra bueno; esto es, en toda la lucidez, en toda la clemencia -apenas mensurable- que se necesita para mantener la esperanza en la bondad -posible- del género humano -de la gente común-, contra toda –lógica– esperanza; y sostener -a pesar de todo- esa inquebrantable -y emocionante- voluntad de transformación de un mundo concebido -y construido- como un horror inmutable y espantoso.

La pregunta -y los motivos que la suscitaron- me ha venido recién a la memoria, considerando, precisamente, toda la voluntariosa esperanza -inmensurable, también, sin duda- que anida en los organizadores y animadores de foros como este; y, en general, en todos aquellos hombres y mujeres que, contra viento y marea, se empeñan, desde diversos ámbitos sociales, políticos y personales, en sostener el sentido y la posibilidad de un mundo -un arte, una realidad- diferente; pues esa -su inagotable- energía, en última instancia, ¿no proviene, acaso, de la íntima convicción -y real esperanza- en la existencia de otros hombres y otras mujeres buenos -como ellos- que recibirán y compartirán finalmente el fruto de su esfuerzo?

Casualmente, hace unas semanas, tuve la ocasión de ver dos películas que, directa e indirectamente, trataban de este asunto: La vida de los otros, de Florian Henckel -oscar a la mejor película de habla no inglesa en 2006, y premio del cine europeo a la mejor película y al mejor actor, Ulrich Mühe-, y Adiós Bafana, de Bille August. Ambas tratan de hombres buenos y de transformaciones factibles. Y tanto, una, la historia del capitán Gerd Wiesler (Ulrich Mühe), un frío, honesto y eficiente profesional de la Stasi, la policía secreta de la antigua República Democrática Alemana; en realidad, de su progresivo cambio, desde que en 1984 le encomiendan que espíe a la pareja formada por un conocido escritor, favorito del público -y del régimen-, Georg Dreyman (Sebastian Koch) y una popular actriz, Christa-Maria Sieland (Martina Gedenk); como, la otra, basada en las memorias de James Gregory, y ambientada en la brutal Sudáfrica del apartheid, que cuenta la amistad entre un carcelero afrikaner y el propio Nelson Mandela; al final, bien mirado, se nutren de una misma convicción y una misma esperanza: que existen hombres buenos capaces de luchar por el cambio y la transformación de sus respectivos mundos brutales; pero que también existen hombres -aun sin saberlo- buenos, capaces de cambiar ellos mismos -por intermediación, a veces, de los otros: de sus obras y de sus testimonios-. Aunque muy inquietantemente -y muy intencionadamente- la partitura póstuma que le es entregada al escritor Dreyman, del amigo que acaba de suicidarse, desesperado e incapaz de soportar tanta -inútil- brutalidad, se titula, justo, Sonata para un hombre bueno. ¿Entendería mi pregunta, ahora, la viuda de Weiss? (¿se la haría, yo, de nuevo?) Vale

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