Traducción para la revista “Quimera” (Dossier Situacionismo. Nº 195, septiembre 2000)

Elogio de la pereza refinada

Raoul Vaneigem

En una opinión fraguada a tal propósito, la pereza se ha ganado claramente un creciente descrédito del cual se ha librado el trabajo. Erigido, hace mucho tiempo, en virtud por la burguesía, que sacaba de ello su buen provecho, y por las burocracias sindicales, a las que aseguraba su propia plusvalía de poder, el embrutecimiento del trabajo diario ha acabado por desvelarse como lo que es: una especie de alquimia involutiva que transforma en un montón de plomo el oro de la riqueza existencial.

Además, la estima de la que se prevale la pereza, no queda menos tocada por la relación de pareja que, en la tonta asimilación con las bestias a las que los humanos tienen por más despreciables, persiste en unir la cigarra con la hormiga. Pues, se quiera o no, la pereza queda presa de la trampa del trabajo que ella rechaza cantando.

Cuando se trata de no hacer nada, la primera idea ¿no es que las cosas funcionan por sí mismas? ¡Ay!, en una sociedad donde se nos arranca sin descanso de nosotros mismos, ¿cómo ir hacia uno mismo sin estorbos? ¿Cómo instalarse sin esfuerzo en ese estado de gracia donde no reina más que la molicie y la dejadez del deseo?

¿No se pone todo en movimiento para fastidiarnos, con los mejores argumentos del deber y de la culpabilidad, el goce sereno de estar en paz con su sola compañía? Georg Groddeck percibía con toda razón en el arte de no hacer nada el signo de una conciencia realmente liberada de las múltiples sujeciones que, del nacimiento a la muerte, hacen de la vida una frenética producción de nada.

Estamos tan llenos de paradojas que la pereza no es un tema sobre el que uno se pueda extender simplemente como le convidaría a ello la naturaleza, si la naturaleza, por cierto, pudiese ser abordada sin rodeos.

El trabajo ha desnaturalizado la pereza. La ha convertido en su puta, al mismo tiempo que el poder patriarcal veía en la mujer el reposo del guerrero. La ha cubierto de sus falsas apariencias, cuando la altivez de las clases sociales explotadoras identificaba la actividad laboriosa únicamente con la producción manual.

¿Qué eran estos potentados, estos soberanos, estos aristócratas, estos altos dignatarios sino trabajadores intelectuales, trabajadores encargados de hacer trabajar a aquellos a los que habían “comido el coco”? Esa ociosidad de la que los ricos se vanagloriaban y que alimentó secularmente el resentimiento de los oprimidos, me parece muy alejada del estado de pereza verdaderamente idílico.

El bello pavoneo propio de los pagados de su nobleza, al acecho de las menores omisiones, ansiosos de precedencias, atentos a la pila de lacayos que esconden su enfado y su desprecio debajo de la máscara de la servidumbre, cuando no se trata de probar al precio que sea, manjares sazonados con los maleficios de la envidia y de la venganza. ¡Qué cansancio la de esa pereza, y qué servidumbre en el constante disfrute de una complacencia por mandato!

Se dirá del déspota que se arroga al menos el placer de ser obedecido. ¡Mezquino placer el que se paga del sufrimiento de los otros y se avala con la amargura que suscita! Se convendrá que sostenerse así sobre tareas tan innobles no es en absoluto descansado y no favorece apenas el feliz estado de no hacer nada.

Es que acaso el hombre de negocios, el patrón, el burócrata no se enredan, en medio de todas sus ocupaciones, con un tren de vida más importuno que confortable. No sé si ellos buscan la soledad del subprefecto en el campo, pero todo indica que en sus casas se da una propensión al divertimiento antes que a la ociosidad. No se rompe sin ninguna dificultad con un ritmo que os propulsa de la fábrica a la oficina, de la oficina a la Bolsa y de la comida de negocios al negocio comida. El tiempo repentinamente vacío de su contabilidad monetaria, se vuelve tiempo muerto, apenas si existe. Es necesario haber perdido, más que el sentido moral, el sentido de la rentabilidad para pretender entrar en ellas, e instalarse sin sentir vergüenza.

Ocurre lo mismo con el sueño, verdadera prescripción médica para quien se arroja cada día a una carrera contra el reloj.  Pero ¿quién se atreverá, en una guerra en la que cada instante está expuesto al fuego cruzado de la competencia, a sacar la bandera blanca de un momento de ociosidad? Nos han repetido una y otra vez, hasta la saciedad, el desastroso ejemplo de las “delicias de Capua” donde Aníbal, cediendo a no sé qué embotamiento de los sentidos, pierde irremediablemente no sólo Roma, sino todo el beneficio de sus conquistas.

Es necesario rendirse a la evidencia: en un mundo en el que nada se obtiene sin el trabajo de la fuerza y de la astucia, la pereza es una debilidad, una estupidez, un fallo, un error de cálculo. No accederemos a ella más que cambiando de universo, es decir, de existencia. Son cosas que pasan.

🤞 ¡No te pierdas nada!

Todas las nuevas entradas al blog y noticias de Matías Escalera

¡No hacemos spam!

Deja un comentario

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *