Recuerdos de un hombre bueno (machadiano) y de un buen poeta (hernandiano)

Revista Ábaco. Diciembre de 2016

Marcos Ana, en realidad, era Fernando Macarro Castillo. Su nombre de guerra, y público, era un íntimo y privado homenaje a sus padres. Fernando Macarro Castillo era un “hombre bueno en el buen sentido de la palabra”, al modo machadiano; eso todo el mundo lo sabe ya, a estas alturas… Fernando Macarro Castillo fue encarcelado a los diecinueve años, en 1939, y puesto en libertad, en 1961, a los cuarenta y un años, y fue una de las razones por las que se fundó una organización tan necesaria y prestigiosa como Amnistía Internacional; esto también lo sabe, a estas alturas, casi todo el mundo, como que fue el preso político que pasó más tiempo en las cárceles franquistas.

Que fue obligado a retirarse del frente, cuando se regularizaron las milicias populares y se creó el Ejército Republicano, por ser menor de edad; que se había afiliado a las Juventudes Socialistas Unificadas a los dieciséis años y que, luego, durante la guerra, se sumó a las filas del Partido Comunista de España; que, desde su salida de la cárcel, se convirtió en un estandarte de la lucha antifranquista, y que fue un fiel y disciplinado militante del PCE, hasta el final de sus días; y que pocas veces puso en cuestión públicamente la política y las decisiones del Partido, como tantos otros miles de fieles miembros del mismo; que fue nombrado responsable del Centro de Información y Solidaridad con España, en París, del que era presidente de honor el mismísimo Pablo Picasso, y al que apoyaba activamente Jean Paul Sartre, por ejemplo; o que, en esos años, trabó amistad con Alberti y se encontró, por fin, en Chile, con Neruda; y que conoció, también, por esos mismos años, a Vida Sender, mujer y compañera extraordinaria, con la que aprendió la hermosa lección del amor, asignatura pendiente que la vida le había negado hasta entonces; y que, aunque, poco más tarde, se separaran, jamás dejaron de ser amigos y compañeros… Todo esto lo saben muchos también, a estas alturas.

Que se le acusó de la participación directa en la muerte de tres personas en Alcalá de Henares, entre julio y septiembre de 1936; ciudad a la que había vuelto, pues era donde vivían sus padres, tras haber sido desmovilizado por ser menor de edad, y en donde, hasta cumplir los dieciocho años –cuando se alistó, por fin, en el Ejército regular de la República–, fue secretario de las Juventudes Socialistas Unificadas… Acusación que, cuando se la oyó decir al fiscal de su causa, le dejó “impresionado y perplejo”, recuerda; aunque no dejaba de ser –reconoce el propio Marcos Ana– “la práctica habitual en aquella época confusa, especialmente en los pueblos: imputar a los dirigentes más conocidos la responsabilidad de todo lo ocurrido en el lugar”… Y que este hecho marcaría su relación con la ciudad de Alcalá, en donde tiene aún familia y en la que su padre había muerto, víctima de uno de los bombardeos de la Legión Cóndor, a principios de 1937. Esto quizás lo sepan menos lectores, pero es sabido también.

Pero lo que no saben muchos de los que lo admiran sinceramente o se han acercado a su figura en los últimos años, o lo que no se le reconoce, creo, al mismo nivel que se reconoce su altura cívica y simbólica, es que también fue un gran poeta y escritor, aunque su compromiso y su militancia política le impidieron el desarrollo de una obra más cuajada y sostenida en el tiempo, como sucedió en el caso de otro gran escritor comunista, Armando López Salinas, con quien compartió labores cercanas a la dirección, durante décadas, y que era justo diez años más joven que él.

La cárcel fue una auténtica escuela y universidad para muchos presos antifranquistas; no en vano, dentro de sus muros coincidieron la inteligencia con la acción, y el joven Marcos Ana aprovechó bien esa circunstancia. Pronto entró en contacto con periodistas, como el anarquista Eduardo de Guzmán, o su camarada Manuel Navarro Ballesteros, director de Mundo Obrero, y con escritores, como Antonio Buero Vallejo y Hoyos Vinent.

La fundación, en 1943, de un periódico clandestino, Juventud, dentro de la cárcel de la calle Porlier, el actual Colegio Calasancio, que da a Lista y a Conde de Peñalver, en Madrid, le supuso un episodio de torturas en la Dirección General de Seguridad, y una condena de treinta años por un delito contra la Seguridad del Estado, así como su trasladado al penal de Ocaña. Aunque, tras pasar, irónicamente, por la cárcel de Alcalá de Henares, acabó en el penal de Burgos, que fue su hogar en la tierra desde 1946 hasta su liberación… Y fue allí en donde se hizo escritor y donde devoraba, como otros camaradas y compañeros suyos, cuantos libros caían en sus manos, especialmente los clásicos, pero también las obras de autores vedados para ellos, conseguidas de modo clandestino, como las de Alberti, Lorca y, sobre todo, Miguel Hernández, que le impactó especialmente.

Allí fue donde fundaron una tertulia literaria llamada La Aldaba, y en donde compartió celda con aquel compañero, tan enamorado de la lectura, que cuando el día de “la saca” le llevaban a fusilar, lo único que le preocupaba fue saber si había dejado, o no, marcada la página por dónde iba leyendo en el libro que dejaba encima del catre… Anécdota que nos contó personalmente a Paco Ibáñez, a mi maestro Julio Rodríguez Puértolas y a mí mismo, entre otros comensales, durante una sobremesa en la Universidad Autónoma de Madrid, tras una de las sesiones matinales del simposio que en torno a la cultura durante la Segunda República organiza Julio Rodríguez Puértolas, desde hace una década. Anécdota que, con su permiso, utilicé para uno de mis poemas incluidos en Versos de invierno: para un verano sin fin, que le dediqué justamente a él, y a todos los que sufrieron y fueron víctimas del terror franquista.

Su obra, profundamente clara y sincera, uno de los mejores elogios que se le puede otorgar a una obra artística –según creo yo, a estas alturas de mi propia vida–, es un canto a la libertad y a la lucha por la dignidad; y fue inicialmente escrita y difundida de un modo clandestino. Su primer libro, Poemas desde la cárcel, tuvo que ser editado en Brasil, en 1960. Luego vino España a tres voces, que salió en Buenos Aires, en 1961, que compartió con Luis Alberto Quesada y Jesús López Pacheco, otros dos de los grandes olvidados de las letras españolas, víctimas de la Dictadura. Y, tras un largo paréntesis, provocado, como hemos dicho, por sus labores de militancia activísima en el extranjero, llegó Las soledades del muro, publicado por Akal, en 1977, en plena Transición. Hasta que, tras otro larguísimo periodo de silencio y ostracismo, estalla la fama y el reconocimiento con el extraordinario Decidme cómo es un árbol. Memoria de la prisión y la vida, publicado en Umbriel, durante 2007. Al que siguen Poemas de la prisión y la vida, en Umbriel también, en 2011; y Vale la pena luchar, en Espasa, en 2013. Una obra de honda raigambre hernandiana, otro poeta comunista, como él, al que admiró, compadeció en su destino y del que se nutrió poética y espiritualmente.

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