Soledades (de 1902) de Antonio Machado: el poema modernista como espacio de reflexión

Cuando en 1902 aparece Soledades, que formó parte de una denominada “Colección de escritores jóvenes” (el número tres), hoy, prácticamente perdida, el joven Antonio Machado había estado ya en París varios meses, cuatro exactamente, en 1899 (donde conoce brevemente a Oscar Wilde); había leído a Paul Verlaine; y conocía la obra publicada de Rubén Darío, del que le atraen sus Prosas profanas; y al que conocerá personalmente, poco después de la publicación de este su primer libro, durante otra breve estancia en París (el mismo año de 1902).

Rubén Darío no es sólo el maestro y la expresión máxima del Simbolismo poético en lengua española; es además aquel a quien el joven Machado y su generación saludarán como guía espiritual, el auténtico renovador y “modernizador” de la lengua poética en castellano.

Se ha hablado de diversas influencias directas e indirectas sobre esta primera edición del libro, antes de convertirse en Soledades, galerías y otros poemas (1907/1917), la versión que la mayoría de los lectores modernos de Antonio Machado conocen.

Se ha dicho que el joven poeta tuvo en mente Soledades (1878) de Eusebio Blasco, “protector y amigo” del propio Machado, del que habría tomado el título, la numeración romana de los poemas, algunos de los temas: el de la fuente, los crepúsculos, el agua y los vocablos “lento” y “monotonía”, por ejemplo. También se ha citado Soledad (1861), de Augusto Ferrán, prologado por el mismo Bécquer.

Sin embargo, la palabra “soledad” (o “soledades”) es uno de los “santo y seña” del Simbolismo modernista, y de cualquier poesía de matriz romántica, en general; puesto que se aviene perfectamente con la constelación de aquellos “estados psicológicos” preferidos por una bohemia artística, de origen pequeño burgués, cada vez más “marginada” (y auto/marginada), desplazada (y auto/desplazada), de los centros de poder social y político; y abocada a la “proletarización” o al aislamiento “aristocratizante” en nuevas –y aún más artificiosas– “torres de marfil”; construidas a pura “hermosura” –belleza– formal (fuese el “arte por el arte” parnasiano; o la intuición asociativa simbolista), o a pura “materia bruta” subjetiva y psicológica (de los diversos vitalismos, ya fuesen idealistas o positivistas); cuando no, mediante la búsqueda del placer de los sentidos, por la experiencia y “dicción” extrema del sexo; o la “conquista” de ilusorios “paraísos” inducidos por el alcohol y otras sustancias narcóticas.

Una “independencia” (si se quiere ver así), de cualquier forma, muy problemática, desde la que el artista debía optar necesariamente –y tomar posiciones (en la lucha de clases, por ejemplo) –, tal como Émile Zola supo ver y pronosticar.

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