SEGUNDA PARTE

Queens, una Nueva York que se puede amar

Lo primero de todo, la gratitud lo ordena, es rendir mi más sentido homenaje de amistad y reconocimiento a mis anfitriones en la ciudad de las ciudades; a Carlos Velásquez y Sebastián Ospina, con quienes compartí su casa, en Queens, entre la 47 y la 48; a Carlos Aguasaco, editor y amigo entrañable; y, por supuesto, a Mar Russo, a Mónica, a los compañeros que me acompañaron en Terraza7 y a tantos y tantos amigos que me acogieron en esta mi cuarta visita a Nueva York, la más reposada y la más intensa, sin duda.

Todos ellos como lo era yo, en esos momentos– son “gentes en tránsito” y también ellos vencieron, en algún momento de sus vidas, sus propios miedos. Y todos habitan esta frontera entre mundos, en donde ayudan a construir lo nuevo, que, acaso, nunca llegue, pero no será por la falta de su decisión y de su esfuerzo.

Y es aquí, en esta ciudad de las ciudades, que es también ciudad de ciudades y ciudad frontera: concretamente, en uno de sus ciudades/distritos –que, siempre, no sé por qué, me atrajo–, en Queens, donde continúa mi pausado “descubrimiento interior” de las Américas, que comenzó, en mi adolescencia, cuando los primeros emigrados cubanos llegaron a mi barrio, en Madrid, huyendo, supongo, de la revolución; que siguió con el encuentro de los exiliados chilenos, uruguayos y argentinos que llegaron, poco más tarde, huyendo de las dictaduras del cono sur, los denominados “sudacas” por la parte más hostil de entre nosotros, pero que a mí me dieron a Quilapayún, a Víctor Jara, a Violeta Parra, a Daniel Viglietti, a Mercedes Sosa y a tantos y tantos poetas y músicos nuevos, que me abrieron al mundo y a las emociones del amor, de la lucha y de la solidaridad, al mismo y un solo e idéntico tiempo.

Un pausado encuentro que se ahondó, años más tarde, en Moscú, en donde coincidí con decenas de compañeros y compañeras americanos: de Cuba, de Uruguay, de México, de la Amazonía; y que, físicamente, se materializó, unos quince años después, por fin, en mi viaje a Puerto Rico, a la hermosa San Juan, en donde fui recibido, junto con mis compañeros de expedición, de un modo tan cálido y amistoso, que aún perdura mi amistad y cariño por la mayoría de los profesores y profesoras de lengua castellana boricuas con los que trabajamos en aquellas dos semanas maravillosas.

Descontadas mis visitas a Nueva York, mi siguiente encuentro con América, fue en Colima, el pequeño estado del Pacífico mexicano, en un festival internacional de gratísimo recuerdo: nunca olvidaré que allí releí a Juan Rulfo y que, por fin, allí también, ayudado por mis amigos mexicanos, entendí completamente sus relatos, esos queratomas y cicatrices que atraviesan su México alucinado, que son las mismas, creo, que atraviesan el México real; y comprendí a su Pedro Páramo, definitivamente, mientras visitaba la Comala real, que nada tiene que ver con la Comala literaria, pero cuyo nombre necesitaba para su novela.

Por eso, este viaje, de ahora, no era más que un eslabón más de ese pausado y prolongado encuentro con este continente de continentes, que había comenzado, sin saberlo, en mi niñez casi. Y el comienzo de esta etapa no pudo ser más afortunado, con mi llegada al apartamento de Carlos Velásquez y Sebastián Ospina, dos seres magníficos, hermanos abiertos a los hermanos, situado en la calle 47, con la avenida 48, en ese Queens sorprendentemente habitable y agradable, con gentes de todas las procedencias (incluso de la lejanísima y exótica Bután, el país más aislado y el más cerrado al mundo exterior de la tierra); gentes amables, por lo general, y llenas de vida, luchando por la vida, que constituirían esa Nueva York que sí se puede amar; una ciudad/distrito más allá del parque temático en que se ha convertido Manhattan, esa isla/ciudad completamente vertical, la única ciudad del mundo que «está de pie», como la definió Céline, a través de su alter ego Ferdinand Bardamu, en su impresionante Viaje al fin de la noche, con la expresión más certera que he leído o escuchado nunca acerca de la misma: un espacio extremadamente fotogénico, de líneas rectas, en donde la energía humana se pierde y se gana a partes iguales, con un ferrocarril subterráneo, el Subway, un submundo/hormiguero, aparentemente, ajeno y aparte de la ciudad de ciudades que atraviesa, pero que es la metáfora viva de la urbe misma; un hormiguero que parece tener sus propias reglas, pero que, en realidad, juega con las mismas reglas que el hormiguero/mundo de la superficie: seres/hormigas que están desde el alba a la noche en frenético movimiento solo para sobrevivir y, en algunos casos, para sobrevivir y poder exhibirse, un breve instante, a las demás hormigas.

Si Nueva York, la ciudad de las ciudades y ciudad de ciudades, al mismo tiempo, es la materialización más acabada del último capitalismo, de este neoliberalismo extremo que amenaza con acabar con cualquier rastro de vida en la tierra, su ferrocarril subterráneo, su Subway, sería el epítome y la quintaesencia de ese mundo pululante, abigarrado y desolado que el capitalismo extremo ha construido y pretende globalizar: en el Metro de Nueva York, las imágenes de la lucha incesante por la supervivencia y el agotamiento de los menesterosos, así como las múltiples e incontables caras del desvalimiento humano, se suceden y se amontonan por los pasillos, por sus rincones y en los incansables convoyes/gusanos que atraviesan la imparable putrefacción que amenaza a la Gran Manzana.

No se me van de la retina las imágenes de los dos jóvenes gigantones afroamericanos pidiendo limosna y deambulando, uno, con esa inconfundible mirada perdida en el infinito de la locura de un niño arrasado por la pobreza, en los vagones de la línea R; y, el otro, algo mayor, como un fantasma enorme por las aceras, entre la tercera y la cuarta avenida; los dos, como gigantescos interrogantes sin respuesta dirigidos, sin que lo supiesen, al alma vacía de la ciudad de ciudades.

Debajo, en los andenes, y, arriba, en las calles de la Gran Manzana, confirmé, además del dolor y del desvalimiento que provocan la pobreza y la soledad extrema, algo que ha constituido, desde hace mucho, uno de los pilares de mi visión del mundo, que la clase social es la columna vertebral de la interpretación de lo real y de las sociedades históricas, que, si no tenemos en cuenta la naturaleza clasista de nuestras sociedades, no las entenderemos, ni entenderemos ninguno de los fenómenos que en ellas se dan, ya sean estos de naturaleza social, económica o cultural. Que hacer lo contrario, obviar este hecho, es solo ganas de perder el tiempo o de engañar y engañarnos.

No obstante, no todo está perdido: la vida no ha sido del todo vencida; en los márgenes del gran hormiguero, se dan pequeños milagros, hay islas, como esas calles/manzanas del Queens de la 47 a la 48, en donde, a pesar de las feroces reglas de supervivencia que rigen la ciudad de ciudades, aún la vida parece posible, aún la convivencia entre lo diverso puede darse, y se da. Y, allí, es en donde las Américas se encuentran con el resto del mundo, y el castellano, nuestro idioma, es la herramienta decisiva de ese encuentro.

Qué hermoso fue compartir el día de los muertos con la comunidad mexicana en Sunnyside, frente a Bliss Station (¡qué nombre para una estación de Metro!… literalmente, la “Estación de la Dicha”), tan cerca de la casa de Spiderman, el único superhéroe que no es de la Gran Manzana, sino de barrio… O qué maravilla tomarnos esos desayunos de huevos revueltos a la mexicana, tranquilamente, en la terracita de la esquina, con el decorado de Manhattan de fondo y el Empire State Building solo como una lejana referencia del horizonte… O descubrir el pequeño negocio de la lejana y exótica Bután, al lado de los restaurantes peruanos y centroamericanos, no muy lejos de la iglesia ortodoxa rumana… O qué hermoso fue compartir micrófonos con la poeta cubana Lourdes Blanco (¡qué maravillosa persona!) en el Rizoma Literario del Hunter College, dirigido por Mar Russo; y, al día siguiente, el estimulante encuentro poético con los amigos y amigas que me acompañaron en Terraza7, el estupendo local de Freddy Castiblanco, situado cerca de la estación de la 82 Street, en la Pequeña Colombia. Sí, definitivamente, Queens es la Nueva York que se puede amar y, en esa semana, con ellos, allí, todos mis temores se disiparon.

La siguiente etapa sería Chile, abandonaría el otoño septentrional, hasta alcanzar la primavera austral, en donde me esperaban Ivo Maldonado junto con otros nuevos y grandes amigos, en latitudes y paisajes distintos, pero en un mundo no tan diferente, como veremos.

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