TERCERA PARTE

Chile. Colchagua y El Maule. Acogida de hermanos.

Los Andes y el Pacífico.

Santiago: riqueza, rabia y pobreza / quimeras del laboratorio neoliberal

Tras once horas de vuelo, de Nueva York a Santiago de Chile, en la cabina más refrigerada de la historia de la aviación comercial, justo antes de entrar en un estado de hipotermia irreversible, por fin, aterrizamos en el aeropuerto de Santiago de buena mañana, aunque, algunos pasajeros mayores, por su dificultad a la hora de salir de sus asientos y por cómo ejecutaban sus primeras maniobras para alcanzar sus equipajes de mano, quizás hubieran necesitado maniobras de reanimación; no sé si, al final, lograrían salir por su propio pie a la terminal.

Yo aproveché las carreras por los largos pasillos y las cintas transportadoras para hacer, disimuladamente, algunas series de ejercicios de calentamiento y, mientras esperaba el equipaje facturado, tras pasar por los controles de emigración, las cerré con algunos estiramientos disimulados; de modo que, cuando salieron mis bultos por la boca de la cinta, la sangre ya fluía, de nuevo, por mis venas y los capilares periféricos.

Menos mal que, en la salida, me estaban esperando, puntuales, mi viejo amigo y editor, Ivo Maldonado, por quien había decidido visitar Chile y con quien he compartido, desde el principio, el proyecto de la multiplataforma panhispánica Casa Bukowski Internacional, que él creó y dirige, y el gran Ricardo Ulloa, poeta de la memoria –con alma mapuche, sin ser mapuche–, actual secretario de la SECH/Colchagua: filial regional de la Sociedad de Escritores de Chile, fundada, entre otros, por Gabriela Mistral y Pablo Neruda, sendos premios Nobel chilenos.

El trayecto hacia el municipio de San Fernando, al sur de la capital, a donde nos dirigíamos, fue entretenido y emocionante: hacía ya varios años que Ivo y yo no nos veíamos, y ponerse al día, en esos casos, no es sencillo, hay mucha vida que contarse y muchos recuerdos que recuperar.

Finalmente, llegamos a San Fernando, recobramos fuerzas y, tras una breve sobremesa, en la que conocí a otra buena amiga de Ivo Maldonado, Silvia Valdés; Ricardo y yo, nos dirigimos a su casa, situada en uno de los bordes de la Isla de Briones, más allá de Puente Negro, a orillas del Tinguiririca, en las faldas de la precordillera andina, a unos veinte kilómetros de San Fernando. Aquella casa, en aquel paraje increíble, acunado por el rumor de la corriente helada del Tinguiririca, en aquel fértil vergel que lo rodeaba, iba a ser mi alojamiento durante, al menos, un par de semanas.

A Ricardo no lo conocía personalmente, solo nos habíamos visto una vez, brevemente, por una videollamada, sin embargo, a pesar de llevar tan solo unas horas juntos, me trataba como a un hermano, con la misma atención y amabilidad que mostraría, luego, su compañera, Gloria, persona extraordinariamente sensible, que se convirtió, en seguida, también, en una amiga amable y atenta.

Lo mismo ocurrió con Silvia Valdés, a la que conocí –como he dicho– nada más llegar a San Fernando, una abogada y trabajadora incansable, que coordina los programas de apoyo a las mujeres maltratadas del vecino municipio de San Vicente de Taguatagua: una profesional eficiente y diligente, y una persona encantadora y amable, con la que visité la feria del libro de Talca, su ciudad natal, el día que regresábamos del océano Pacífico Edgardo Alarcón y yo. Ese mismo día, por la tarde, ambos me llevaron a Las Viejas Cochinas, el emblemático merendero/restaurante de las afuera de la ciudad, cuyo nombre se convirtió en motivo de muchas bromas, entre nosotros, como es natural, a lo largo de una muy encantadora velada, que se prolongó hasta que nos invitaron amablemente a dejar nuestra mesa, para cerrar el local.

Con Ricardo Ulloa

Qué decir, pues, de Edgardo Alarcón, mi anfitrión los días que pasé en la región del Maule: poeta hondo y sensible, miembro de la Academia de la Lengua de Chile. Igual que Ricardo en la Isla Briones, Edgardo me recibió en su casa de Curicó como a otro hermano. Y, desde allí, me llevó también a conocer su refugio de Chequenlemu, un paraíso particular silencioso y retirado, junto a una parte suave y fertilísima de la precordillera, entre frutales y viñedos. Él fue quien me acompañó en el descubrimiento del Pacífico, por la parte de Constitución y en la playa de La Trinchera, no muy lejos del humedal de Putú: una experiencia largamente acariciada y querida por mí (¡qué diferente el olor del océano Pacífico al del Atlántico!…) Allí, en los bordes del humedal, en aquel completo silencio, podía escucharse, a kilómetros de distancia, el fragor del oleaje contra la arena negra…

O qué decir de los profesores y de los alumnos de Bachillerato del Liceo Schilling de San Fernando y del internado CECH de Chimbarongo, con cuyo claustro, encabezado por su rector, Sergio Vildósola, departí, al tiempo que compartíamos un pequeño refrigerio. En esas charlas, traté de hacerles ver cómo la literatura española es ya solo una parte pequeña de la gran literatura en español, y cómo, desde la segunda mitad del siglo veinte, cada una de nuestras literaturas particulares forman ya parte de una literatura panhispánica que comprende a todas y cada una de ellas; y cómo, en el caso de España, la llegada de Rubén Darío a Madrid, o de Huidobro, poco después, y Neruda, y Gabriela Mistral, César Vallejo, etc.; o la irrupción, más tarde, de las obras de Borges, Rulfo, Octavio Paz, Alejo Carpentier, Cortázar y de los jóvenes novelistas del boom, en los años sesenta, cambiaron para siempre la literatura en España y en español…

Cómo no acordarme de las admirables integrantes del taller de escritura en San Vicente de Taguatagua, una actividad pensada y diseñada para un grupo asombroso de mujeres víctimas de la violencia machista, que Ivo Maldonado dirigía, y a las que la propia Silvia Valdés asesoraba y tutelaba; qué maravilla de personas, qué fortaleza interior en su aparente fragilidad, la de estas mujeres, qué historias, las suyas; qué horas más deliciosas e instructivas, con ellas…

Y qué decir también de los miembros del taller de escritura creativa contiguo, en las mismas dependencias municipales de San Vicente de Taguatagua, que también dirigía Ivo Maldonado y en el que participaban, desde un niño de once años, con su madre, hasta venerables profesores jubilados, pasando por jóvenes de ambos sexos, entusiastas de la escritura y la lectura, que no perdían palabra que se dijera a su alrededor…

Todos ellos asistieron entusiasmados, por la tarde, a mi recital en la biblioteca pública de la ciudad, junto a un público diverso y respetuoso que colmó el espacio dedicado a conferencias y presentaciones, al final del cual, la directora de la biblioteca me hizo entrega de una placa conmemorativa de mi estancia entre ellos.

Durante la segunda visita a Chequenlemu, comprendí por qué la crítica de su país dice que la auténtica biblioteca de Edgardo Alarcón es la tierra y la naturaleza; su comunión con el entorno natural y el conocimiento de sus ciclos es total; Edgardo es una de esas raras personas que es capaz de hablar y de entenderse con los árboles y con la vegetación que lo rodea, así como con los animales que la pueblan.

Chequenlemu

Contemplando el paisaje desde el campanario de la pequeña capilla que está levantando en aquel jardín maravilloso, hablamos del pecado contra la tierra, de esa inconmensurable afrenta que la especie está infligiendo a nuestro planeta, tan hermoso, tan extraordinario, tan único y grandioso y, al mismo tiempo, tan frágil; a veces, pienso –le dije– que ese es, junto con el pecado contra los inocentes y los niños, ese “pecado contra el Espíritu, que nunca se nos perdonará”.

Con él, tras visitar Curicó, la capital de la región del Maule, acudí (pues estábamos invitados, los dos) a un acto comunal, de carácter literario, organizado por la sección de la SECH (la Sociedad de Escritores de Chile) de la zona de San Javier, en el que conocí al actual presidente nacional de la Sociedad, el compañero David Hevia, persona discreta, atenta y afable, que disertó sobre la importancia de los escritores en la historia de Chile y de cómo su participación más activa, esto es, cuando se había tenido en cuenta su voz, había coincidido con los momentos más pujantes del país, en términos sociales y democráticos…

También conocí, en el encuentro de San Javier, a Bernardo González Koppmann y a varios humildes compañeros de Parral, el pueblo de Neruda: recuerdo a Jorge y a Ana Delia, dos poetas populares que me regalaron su cariño y sus poemas; como hicieron también Marilyn Gutiérrez y Alejandro, poeta de la cordillera, amante y estudioso de Miguel de Unamuno (me resultó impactante su sincerísima afirmación de amor y admiración hacia la obra y figura del escritor y filósofo vasco), tanto que firma sus poemas y sus escritos como Miguel Hunamuno (con hache, no lo olvides, me repetía): le he prometido que le escribiré las palabras previas del poemario que está terminando, en estos momentos.

Con Silvia y Edgardo

Allí, conocí también a Ricardo Auguste, un joven haitiano, que lleva unos cinco años en Chile, en donde ha formado su familia, y que escribe y se expresa en español y francés: el ejemplo más claro, le dije, que encarna a la perfección, no solo la nueva realidad mestiza del mundo, sino también la idea que llevó a la creación y desarrollo de la multiplataforma Casa Bukowski Internacional; el ideal de una escritura y una literatura auténticamente panhispánicas, desligadas ya de territorios, acentos, procedencias, naciones y fronteras –sean cuales fueren estas–, en la que el idioma, sea materno o aprendido y adquirido, es el único territorio en el que nos encontramos y nos expresamos; por eso, le di inmediatamente el contacto de Ivo Maldonado.

El viaje al Pacífico, hasta la ciudad de Constitución, por Rauco, cuna de poetas, y por Licantén, y por el río Mataquito, en donde nos tomamos uno de los cafés más placenteros, en mucho tiempo, para mí; junto al puente en donde se alza la gran estatua del gran poeta, compañero de Neruda, merecedor, como él, del Nobel, según mis amigos chilenos, el gran Pablo de Rokha, poeta del pueblo. Todo el trayecto fue una delicia y la realización de un sueño, pues la otra vez, cuando estuve en Colima, México, a pesar de haber estado a sesenta kilómetros del océano, finalmente, no tuve la ocasión de viajar hasta sus orillas, así que era una cuenta pendiente.

El puente sobre el río Mataquito

El encuentro con el Pacífico, cerca de Putú, en las enormes playas de La Trinchera, tuvo, pues, algo de honda experiencia personal. Luego, la estancia en Constitución, la visita al enorme acantilado conocido como La Iglesia; la visita, al regreso, a la hermosa villa de Vichuquén, en donde las élites tienen discretas residencias de retiro y descanso, la subida por pistas de tierra hacia Hualañé, sus paisajes serranos con el ganado pastando libremente, todo fue como el broche de oro a un encuentro con el gran Pacífico, tan largamente deseado.

El Pacífico

La visita, poco después, también con Edgardo Alarcón, al Paso de Vergara, que comunica mediante una pista de tierra Chile con Argentina, atravesando los Andes, y que está custodiado, en la parte chilena, por una pequeña dotación de la gendarmería a la salida de la aldea de Los Queñes, en donde, tras pasear y contemplar, desde el puente de la entrada al pueblecito, el tramo del río Claro, compañero de Tinguiririca, que bordea la aldea, nos tomamos un café de puchero en la única fonda del lugar, regentada por una señora muy amable que nos recomendó un trozo de dulce típico de la zona, para tomar con la infusión.

De regreso a Isla Briones, con Ricardo Ulloa, nos adentramos en un tramo de la cordillera colindante a la de Los Queñes, por la otra vertiente, siguiendo el Camino al Flaco, una pista de tierra en remodelación, hasta La Rufina: posta de los arrieros y trabajadores de la sierra y de los ocasionales visitantes; y, más allá, hasta poder contemplar, imponente, la primera cuerda de las enormes cumbres de los Andes y, desde los altos de la precordillera, divisar, abajo, en el antiguo valle glaciar, otro tramo del curso bajo del río Claro; hasta que, por fin, a la vuelta, recalamos en Las Peñas.

La Iglesia, en Constitución

Dos días después, fui, con Ivo Maldonado y con Ricardo Ulloa, a la feria del libro de Rancagua; la recién creada sección de Colchagua de la SECH había sido invitada, e Ivo, como presidente/fundador de la misma, y Ricardo, como secretario, la representaban. Allí conocí a la escritora Cristina Wormull, la coordinadora de la feria. Y, mientras tomábamos un café, en un descanso, con el alcalde de San Fernando, don Pablo Silva, y su colaborador Manuel Osorio, que habían ido a visitar también la feria de Rancagua, coincidimos, en la misma terraza, felizmente, con el reciente premio nacional de literatura chileno, el escritor Hernán Rivera Letelier, un escritor de origen trabajador (fue minero), con el que mantuvimos una animada conversación en torno a las relaciones entre la narrativa y la poesía; en su caso la narrativa llegó como un desarrollo natural de su poesía, nos dijo; mi caso, respondí, es inverso: la poesía llegó, inesperadamente, de algunos materiales descartados de mis dos primeras novelas. Luego, Ivo Maldonado, introdujo, al explicar nuestro proyecto de Casa Bukowski Internacional, el concepto de literatura panhispánica, concepto que interesó al maestro chileno: que seamos todos parte de una literatura en castellano que ha dejado de ser ya literatura chilena o española, para convertirse en “literatura en español”, más allá de fronteras, acentos o procedencias.

En Rancagua, con Hernán Rivera Letelier

Fue una conversación inesperada, tranquila y sumamente agradable, a la sombra de los plátanos, en esa mañana calurosa de la primavera austral en los bordes de la feria del libro de Rancagua; y la demostración, una vez más, de que los auténticamente grandes son personas humildes y accesibles. Qué alegría, para mí, además, el ver reconocida la valía y la grandeza de un trabajador escritor, uno de los nuestros, que nunca ha dejado, ni ha pretendido dejar de ser eso, un trabajador que escribe.

A la vuelta de la feria, nos dirigimos al pequeño municipio de Chépica, al suroeste de San Fernando, hacia El Maule, en donde intervendrían, esa misma noche, los poetas Juan Cameron y Pablo Mackenna, en “La Parroquia”, un magnífico local y restaurante, que fue una antigua hacienda o casa rural, en cuyo hermoso patio, su dueño, Patricio ‘Pato’ Morales –restaurador y escritor–, organiza regularmente lecturas poéticas y conciertos musicales, mientras se sirven las cenas y las copas a los que acuden a sus convocatorias, llegados desde San Fernando, Santa Cruz, Nancagua u otros lugares situados a decenas de kilómetros, pues Chépica es una población de apenas catorce mil habitantes. Allí nos encontramos con Roberto Maruri, otro miembro de la recién fundada sección de Colchagua de la SECH.

Al día siguiente, presenté, vía online, desde el patio del museo Casa Lircunlauta, de San Fernando, la sesión dedicada a las revistas literarias dentro del II Festival Panhispánico de Poesía CBI, que había comenzado dos días antes, con una sesión inaugural desde Alcalá de Henares, en España.

Y el día 22 de noviembre, por fin, emprendí, junto con Ivo Maldonado, Ricardo Ulloa y Gloria, su compañera, camino hacia la última etapa de mi estancia en Chile, Santiago. Y lo primero, una vez llegados a la capital (con algún retraso, pues nos vimos sorprendidos en la autopista, a la altura de Rengo, por la movilización de los camioneros que protestaban, en algunos puntos de la ruta 5, la panamericana, por la subida de los carburantes), fue visitar a Pablo Mackenna, que nos había invitado a la casa de su familia, en la hermosa y tranquila comuna de Las Condes: una familia, la suya, por cierto, que está entre las fundadoras del Chile moderno (tanto es así que, en la pieza que fue, en su día, el despacho de su padre, se puede ver, perfectamente conservada, la carta manuscrita firmada por Carlos IV, en la que se le otorga a uno de sus ancestros la gobernación de la región de Santiago).

Con Pablo Mackenna e Ivo Maldonado

La agradable conversación con él, en el bello jardín trasero, confirmó la impresión que obtuve en Chépica, al escucharlo y conocerlo personalmente: que, además de un gran escritor (al que conocía, pues ya le había dedicado, hacía unos años, una reseña a sus relatos cortos, para una publicación chilena) y muy por encima de su fama de personaje televisivo –hay que tener en cuenta que fue uno de los iniciadores y protagonistas del programa original de “Caiga Quien Caiga”, que tanta repercusión tuvo, luego, en España, de la mano de El Gran Wyoming–, una fama que lastra, según pude comprobar, su justa consideración como autor literario, Pablo Mackenna es una gran persona, de una honda cultura y una riquísima experiencia de la vida.

Ese mismo día, por la tarde, después del encuentro con Pablo Mackenna y tras tomar un refrigerio por los alrededores, llegamos, al fin, a la Casa de los Escritores, sede central de la SECH, un lugar repleto de historia, un viejo edificio que Pablo Neruda consiguió de México para los escritores chilenos de su tiempo. Y, en la sala Gabriela Mistral, la principal, acompañado por Theodoro Elssaca e Ivo Maldonado, en la mesa, y rodeado de un grupo de nuevos amigos y amigas, entre los que estaban Eduardo Robledo y Cristina Wormull, leí mis poemas y tracé un somero panorama de la poesía española actual, pero, sobre todo, hablamos de la poesía como puente entre las gentes y los pueblos. En realidad, cumplí, en aquella sala, con aquellos compañeros y compañeras, uno de mis deseos más queridos, desde que surgió, hacía meses, la posibilidad cierta de ir, por fin, a Chile.

Con Theodoro Elssaca e Ivo Maldonado en la Casa de los Escritores

En la pequeña cantina que posee la Casa de los Escritores, tras el acto, comimos, tomamos y charlamos amigablemente, por más de una hora, estrechando los lazos y completando la entrañable experiencia.

Al día siguiente, por la tarde, estaba invitado a cenar por otra gran persona y excelente amigo, que me había acompañado en la Casa de los Escritores, Theodoro Elssaca, director de la Fundación Iberoamericana, escritor y artista visual de una trayectoria reconocida y variadísima; el encuentro sería en la comuna de Providencia, otro de los distritos residenciales afortunados de Santiago, donde está situada la sede de la fundación que dirige; pero, antes, por la mañana, tras despertar y desayunar en el hotel Brasilia, en donde estaba alojado, dediqué el resto del día a pasear por el centro histórico de Santiago: ya solo, pues, irremediablemente, las etapas concluyen (dejando ese poso de nostalgia tan propia de las despedidas de los buenos amigos), y Ricardo, Gloria e Ivo estaban ya de vuelta en sus casas. Nunca les agradeceré lo bastante la acogida que me habían dispensado en esas semanas compartidas con ellos.

Una isla en Santiago

Así, en el día más caluroso de la primavera, decidí encaminarme, con mi botellita de agua, hacia la plaza de Armas, el largo paseo me permitió apreciar el progresivo cambio en el estado y el aspecto de los edificios, a medida que me acercaba al centro, y, poco antes de llegar a la gran plaza, observando todo lo que había y sucedía a mi alrededor: no solo cómo las calles cambian de aspecto, a medida que avanzaba cuadras hacia el centro, o cómo las avenidas, atestadas por un tráfico incesante, delimitan, en parte, esos cambios; o cómo los bloques de apartamentos se alzan en recintos aislados, cerrados a cal y canto; o cómo, junto a los negocios de todo tipo, los tenderetes llenaban muchas de las aceras, donde gentes de diversas procedencias y latitudes compraban y vendían de todo, me paré a tomar un café y a poner en orden las notas de mi bloc, enfrente de la iglesia de Santo Domingo, en una terracita a la sombra de árboles frondosos, junto a una pequeña fuente, que enfriaba algo la atmósfera de su entorno.

Allí, plácidamente sentado, en el frescor de la sombra, con un café en la mano, releo las notas que he ido tomando a lo largo de los últimos días y reparo en una de ellas: «mujeres de negro que bailan solas la cueca de los desaparecidos» y me estremezco. Había olvidado la historia que Gloria y Ricardo me contaron, una noche, acerca de las viudas de los desaparecidos y asesinados durante los años del terror pinochetista que, en plena dictadura, bailaban una cueca, el baile por parejas tradicional chileno, con una foto de sus maridos en las manos y, en el último giro, cuando la pareja que baila junta debe abrazarse, ellas abrían los brazos y abrazaban con un gesto el vacío, la ausencia, la nada, el dolor inconsolable; y nunca bailaron con nadie más que con la memoria del ausente.

Con esa imagen impresionante, terrible y conmovedora de las mujeres de negro, me viene la imagen de mi abuela Lucía y de otras tantas mujeres, en España, tras la Guerra Civil, que se vistieron de negro y murieron de negro, y recreo en mi imaginación su propio baile con las sombras.

Tomo el último sorbo de café y levanto la vista, y reparo, por primera vez, en las planchas metálicas que revisten los pórticos y protegen los portones de la iglesia de Santo Domingo, y dos pensamientos aparentemente dispares se cruzan en mi mente, que mi abuela nunca iba a misa y que nunca la vi bailar ni reírse.

¿Qué le parece Santiago?, me pregunta la joven colombiana que sirve las mesas de la terraza, con la que he entablado una breve conversación. No sé aún, le digo; pero la primera impresión es que Santiago es Chile y no es Chile, o que tal vez sea el resumen de Chile y que, como todas las grandes ciudades del mundo actual, en realidad, sea el resumen del mundo global en que vivimos. Un lugar hostil, de calles que el tráfico se ha adueñado y de aceras que no invitan al paseo; edificios modernos cerrados sobre sí mismos, en medio de medidas de seguridad propias de cuarteles, junto a viejos edificios decaídos y, unas cuadras más abajo, las viviendas populares del viejo Santiago abandonadas a su suerte; un espacio en el que, sin embargo, puedes encontrar rincones, como este, en los que uno puede respirar y descansar, si tiene la suerte –ese uno– de estar en el lado bueno del mundo, en el lado en el que uno puede permitirse comprar esos momentos de respiro y disfrutarlos. Un espacio, en definitiva, en donde la pobreza menesterosa y la lucha desesperada por la vida y por la mera supervivencia conviven y se solapan con una opulencia y una riqueza ofensivas.

Todo esto lo pienso, pero no se lo digo.

Mientras camino por las calles y bocacalles hacia la gran plaza, desde donde quiero iniciar el periplo que me lleve al Palacio de la Moneda, que es adonde realmente quiero ir, para rendir un discreto homenaje al presidente Salvador Allende y contemplar de cerca el edificio que, en mi juventud, vi bombardear por televisión. Mientras camino, por entre esa multitud, en la que muchos de los acentos de nuestro idioma se entrecruzan y confunden, una multitud que busca y ofrece de todo a todos, en tiendas de lujo o en puestos callejeros, o en imprevistos pasajes comerciales, por doquier; rodeados de sedes bancarias y financieras que todo lo ocupan, me da la impresión de que estoy en la patria de la compraventa. Una ciudad, un país, preparado para dar el salto, que no da.

Pienso también en lo que he observado, he vivido y he escuchado y conversado, estas últimas semanas, en Curicó, en San Javier, en Talca y El Maule, en San Fernando, en Santa Cruz, en Chépica, en Chimbarongo, en Rancagua, las ciudades de Colchagua, y en las anotaciones que he tomado y lo que he memorizado, ¿el resultado de todo ello es el Chile real? No, seguramente no lo sea, o acaso lo sea, pero contemplado con la mirada de un forastero que ve desde fuera las cosas, con respeto y suma atención.

En este viaje, he ratificado, una vez más, algo que ya sabía y que he confirmado, viaje tras viaje, allí por donde he pasado y en donde he vivido.

Una y otra vez, desde que empecé a moverme solo y libre, con cierta conciencia de las cosas –a los diecisiete años, por España; y, a los veintidós, por Europa–, en cualquiera de las circunstancias y de las latitudes en que me hallase: en el campo o en las ciudades, dentro de mi país o fuera de él, con los viejos o con los jóvenes, con gentes de mi misma raza y cultura o con gentes de otras razas y otras culturas, en cada circunstancia y ocasión, experimentaba, invariablemente, la misma sensación: que todos los seres humanos somos iguales, que, esencialmente, queremos lo mismo y buscamos lo mismo; pero que, en eso que buscamos y deseamos, influye decisivamente la clase social a la que pertenecemos, de hecho (esto es, objetivamente) o a la que creemos pertenecer, por engaño o ilusión (es decir, subjetivamente); y que la clase social nos define y nos hace ser quienes somos; y que, como afirmaba en la segunda parte de esta crónica, la dedicada a la etapa de Nueva York, quien no quiera verlo, sobre todo, entre los trabajadores, es sencillamente porque no quiere verlo, no porque sea tonto (nadie es tonto hasta ese punto).

Otra cosa es la variopinta y fragmentaria superficie de los fenómenos observados, sean estos sociales, políticos, culturales o relativos a las costumbres, pues es en la superficie de los mismos en donde parecen apreciarse las diferencias, justo donde la inmensa mayoría se queda varada y confundida.

De ahí que respecto de la coyuntura política actual en la que se desenvuelve el Chile que he conocido en estas semanas, los aspectos que considero definitorios de la situación no son radicalmente distintos de los que definen la política europea u occidental, en general; el primero, y no por orden de prelación, pues esto no es un ensayo sociológico ni político, sino solo un conjunto dispar de impresiones de un viajero atento que toma nota de aquello que ve, que vive y que escucha, sería el ‘completo despiste’ de la izquierda chilena, una convicción frecuentemente expresada por casi todos mis interlocutores, fueren cuales fueren sus posiciones políticas concretas, que, por lo demás, no tiene nada de extraño, pues ese despiste no es muy diferente del despiste general de la izquierda europea y occidental.

La gestión del periodo constituyente, por lo que tuve ocasión de conversar y de leer, y, al final, incluso, de presenciar en sus últimas fases, las de recapitulación y replanteamiento del proceso por parte del gobierno (que ha llevado, en estos días, a un acuerdo con la oposición que lo encauza relativamente, pero ya habiendo dilapidado el crédito inicial y habiendo perdido completamente la iniciativa, es uno de los más claros ejemplos de ese despiste desastroso). La lamentable incapacidad para la negociación mostrada y el despego de la mayoría (no se escuchaba a la gente, que rechazaba mayoritariamente el circo en el que se había convertido el proceso, que dio, finalmente, en una pseudo/constitución imposible de más de trescientas páginas, un mamotreto que seguramente no se leyeron ni los constituyentes, que fue rechazada por la inmensa mayoría de los chilenos, no porque no quieran una constitución democrática que sustituya a la heredada del pinochetismo, sino porque no querían ni ese circo constitucional, ni ese texto imposible).

Hay muchas causas y considerandos que podrían explicarlo, derivadas, unas, de la especial situación del Chile actual, en el que las élites heredadas del pasado y conformadas, en su estado actual, por la dictadura pinochetista controlan absolutamente el país, de un modo más evidente y efectivo que las élites europeas: mucho más amplias en su base de composición y no tan monolíticas, con facciones internas cuyos intereses y proyectos sociales y políticos, no son necesariamente convergentes.

Otras causas provienen del contexto internacional, sin duda; aunque el origen último de eso que he denominado despiste puede resumirse fácilmente: y es que, sea cual sea la latitud y la geografía, la izquierda occidental –la chilena, también– ha olvidado lo esencial que la define y la constituyó como actor político de la modernidad, la clase social como el elemento vertebrador de su acción y de sus propuestas sociales y políticas.

La izquierda socialdemócrata chilena, como el resto de la izquierda socialdemócrata mundial, cree que debe dirigirse a “toda la población”, a “todas las clases” y que, cuando gobierna, lo debe hacer “para todos”, algo que, por el contrario, la derecha política tiene muy claro, de modo que, cuando gobiernan, saben para quiénes gobiernan (que no es para todos) y a qué clase representan (la suya); la derecha, en ese sentido, posee una conciencia de sí misma y una coherencia política de la que carece la izquierda, tanto acá, como allá; lo que sucede es que en América la confusión es aún más lamentable, debido a las enormes diferencias entre las élites depredadoras (tan minoritarias e improductivas, que constituyen verdaderas castas orgánicas cuasi feudales) y la clase trabajadora, sin los escalones sociales intermedios que conforman, desde mediados del siglo veinte –hasta el momento, al menos–, las sociedades desarrolladas del capitalismo avanzado, en la Europa occidental, en Canadá, en Japón y en Australia, e, incluso, en una parte de los Estados Unidos.

Y es una lástima, pues, cuando contemplas la riqueza real y potencial de Chile y Argentina; sus redes viarias y sus redes comerciales, preparadas para el salto, te preguntas, por qué no lo dan, por qué esas diferencias abismales de clase, por qué esa carencia de servicios públicos aceptables, por qué la corrupción generalizada y sistémica o la hiperinflación, etcétera, etcétera; esto es, por qué no alcanzan un modelo de desarrollo social y de bienestar semejante al de Europa occidental, del que no estarían objetivamente tan lejos. Y son sus elites políticas, económicas y judiciales, las causantes: sometidas tradicionalmente a los intereses de las potencias occidentales, de Norteamérica, especialmente, pero también, recientemente, de China, que han conformado un bloque oligárquico cerrado y esclerotizado, fundamentado en la rapiña extractivista y rentista, y en la improductividad, las causantes principales de la parálisis. Élites que no poseen ningún proyecto colectivo de país (en eso se parecen mucho a la derecha española), tan solo el de perpetuarse en el poder y en la rapiña; las mismas que se gastan lo que roban en sus países en comprar propiedades inmobiliarias, de modo especulativo, en las capitales de la Europa occidental, de Norteamérica o de Canadá (que acaba de prohibir, hace unos días, justamente, esa práctica).

De ahí, la impresión de desaliento general compartido por una mayoría de los amigos y amigas con los que he conversado; un desánimo que, en Chile (pero también en Argentina), se manifiesta de tres maneras: como una desesperanza que desemboca en parálisis o aceptación de lo dado como algo idiosincrático e inmutable; también, como una tímida y voluntariosa esperanza en que las cosas pueden cambiar (con el gobierno de Boric, por ejemplo); y, por último, como una ira ciega y una rabia incontenible, localizadas, sobre todo, entre amplios sectores de los más desfavorecidos: ira y rabia que no tienen expresión política aún, sino que se manifiesta solo como explosión violenta y colérica contra todo y contra todos: lo que, entre los medios y el pueblo chileno, se denominó “estallido social”, que ha provocado una paranoia de miedo e inseguridad y una búsqueda ansiosa de la propia seguridad individual y de los bienes privados, tanto por parte de las élites, como de las clases medias –cada vez más castigadas– que las imitan.

Es sabido que Chile se convirtió en el laboratorio de experimentación neoliberal más importante del hemisferio, tras el golpe militar contra la Unidad Popular, con la dictadura militar pinochetista, a lo largo de los años setenta y ochenta del pasado siglo; frustrando, así, además, el ensayo más prometedor y ambicioso, que se había dado nunca, de una vía democrática al socialismo.

En este Chile, fruto de esa fractura histórica y de ese ensayo, el peso de la ideología neoliberal en la visión del mundo de la clase media que aún queda –hasta que se agoten sus ahorros en divisas: dólares o euros, principalmente– y en gran parte de la clase trabajadora, sometida a jornadas y condiciones laborales extenuantes, solo para sobrevivir (ni siquiera para ahorrar de un modo significativo: lo mismo que sucede en la ‘metrópolis’ neoyorquina, sin ir más lejos, o lo que está sucediendo ya en los sectores, cada vez más extensos, precarizados y uberizados, de la misma Europa occidental), es enorme y la resistencia e indiferencia ante lo público es palpable, ya que el peso de esa ideología se traslada a las conductas personales. La ciudad (eso se ve muy bien en Santiago) y la vida, en general, es un continuo movimiento, un ir y venir, una continua lucha por la supervivencia, en donde todo se compra y todo se vende.

En este sentido, en Chile vi el futuro/presente previsto para nosotros, habitantes de esta burbuja, que es la Unión Europea, en donde aún resisten restos esenciales del “estado del bienestar” y en donde aún pervive un cierto prestigio de lo público y un apoyo mayoritario a las políticas que buscan el bien común, mediante el mantenimiento de los sectores públicos esenciales, como la sanidad, un sistema fiscal progresivo, un sistema público de pensiones, etcétera (en gran parte de Europa, al menos).

Que, en Chile, no haya nada público apenas, ni siquiera el sistema de pensiones; que el estado no garantice casi ningún servicio a sus ciudadanos, salvo, eso sí, los órganos de represión, el ejército, la policía y la judicatura, nos resulta aún, por eso, chocante. Que casi todo se deje en manos de los poderes financieros extranjeros, desde los fondos de pensiones privados, a las empresas de empleo y contratación privadas, que canalizan la captación de profesionales, incluso, para los escasos sectores públicos asistenciales y subsidiarios que quedan en la enseñanza y en la sanidad, que es la senda que la extrema derecha europea desea transitar (en España, sin ir más lejos), resulta inquietante.

Es en este contexto en el que el actual gobierno de centro izquierda, o cualquier otro gobierno que tenga la intención de introducir políticas redistributivas o de apoyo y desarrollo de lo público, no posee, casi, margen de maniobra ninguno; teniendo en cuenta que no hay tampoco una posibilidad real para políticas fiscales redistributivas, pues el régimen fiscal dominante, como en la casi totalidad de las repúblicas americanas, está pensado para eximir a las élites de sus obligaciones impositivas.

En Chile, esto llega al extremo de que una buena parte de las fortunas más importantes del país, localizadas en el sur del país, gozan de una exención prácticamente total del pago de impuestos, hasta 2033, por concesión de la dictadura pinochetista, mientras que, como los fondos privados de pensiones pierden, de media, un setenta y cinco por ciento de su valor, y a un maestro o a un profesor, después de cuarenta años trabajando, le queda una pensión de doscientos o doscientos cincuenta euros de media; o a la funcionaria del museo de arte precolombino con la que entablo conversación, que tiene sesenta y siete años y no sabe cuándo se jubilará, le quedarán ciento sesenta y cinco euros de pensión, cuando lo haga; o a Alfredo Castro, un destacado actor chileno, según declara en un programa de televisión, esos mismos días, después de casi cuarenta años en los escenarios, le quedan ciento sesenta euros de pensión. Sin mencionar la escandalosa comparación del salario medio de un trabajador chileno, con los emolumentos de sus políticos y de sus jueces, o frente a las rentas de capital de sus élites.

Qué descorazonadora sensación debe de ser la de encontrarte, en el supermercado, a tu antiguo profesor ya jubilado, metiendo los productos de tu compra en las bolsas para ganarse un extra y poder llegar a fin de mes y poder comer (y esto no es una licencia poética, es una situación real vivida). No me extraña esa resignación y desaliento general que percibo, en la mayoría, ante la imposibilidad de restañar esta fractura tan profunda entre ricos y pobres, a corto o medio plazo, al menos. Ni la violencia contenida, a punto siempre de estallar.

Todo esto lo pienso, mientras me dirijo hacia el palacio presidencial de La Moneda y atravieso las cuadras que componen el distrito financiero e institucional de Santiago, desde la plaza de Armas y el Congreso de los Diputados, hasta el mismo Palacio de la Moneda, en cuyo trayecto me cruzo con legiones de patéticos y bien trajeados jóvenes aspirantes a lobos de Wall Street, que entran y salen de los edificios financieros y políticos, y que, como sus jefes, parecen totalmente ajenos a lo que ocurre a su alrededor, a la realidad de su pueblo, y no ven, un poco más allá, en las calles aledañas a la plaza de Armas, cómo los trabajadores, nacionales y migrantes, se comen todo lo comible y se beben todo lo bebible, venden todo lo vendible y compran todo lo comprable, solo por sobrevivir, para pasar un día más en este monstruo neoliberal que han creado, en donde comprar y vender parece ser el principio y el fin de todo; comprar y vender solo para sobrevivir.

Otra cosa es lo que se compra y se vende dentro, un poco más acá, del lado del Ministerio de Justicia o de la Cámara de Diputados, de las sedes notariales y financieras de los principales bancos, en los palacios del poder político y económico; o más allá en Providencia o en Las Condes. ¿Pero no estoy describiendo, acaso, la ciudad del capitalismo global? ¿No es Santiago, Nueva York, Londres, Tokio o Shanghái…? Santiago, en efecto –concluyo en mis notas del bloc de viaje, mientras me tomo otro café en el museo de arte precolombino, medio cerrado por falta de personal y financiación, me dicen, como otros museos de la ciudad, cuyo personal está en lucha–, Santiago no es más que un reflejo particular, a escala sudamericana, de la Ciudad Global.

No obstante, en medio de todo este maremágnum, entre tanta resignación y decepción acumulada, también hay, por supuesto, una parte del pueblo que se esfuerza por mantener la esperanza, que lucha por recuperar la memoria, que desea y sabe los cambios que su país necesita y que, de momento, depositan su ilusión en el presidente Boric, a pesar del desastroso y estrambótico proceso constituyente y del curso errático y naïve, a veces, de las medidas adoptadas por el gobierno: al albur, en ocasiones, de deseos y ocurrencias irrealizables, o despegadas de los deseos y de las necesidades reales de su propia gente. Luego, agazapada, está esa ira y esa rabia de los más pobres, de la que hablaba.

El caso es que, cuando, por fin, llego a los jardines de la gran explanada frente a la gran fachada norte del Palacio de la Moneda, veo a un grupo de jóvenes y de jubilados que están sentados en algunos bancos y en la hierba, a la sombra de los árboles de una de sus esquinas, y recuerdo lo que la hija de uno de los amigos que he encontrado, estos días, aquí, me dijo: que aún, hoy, no es posible ver La batalla de Chile, de Patricio Guzmán, por TV, y que el intento de un grupo de periodistas de programar un extracto del documental acabó con su despido de la cadena.

¡Es lo de siempre!… Le dije, a la joven, aunque sin creerme del todo que una buena parte de los chilenos todavía no haya visto la extraordinaria trilogía que trata sobre el hecho central de su historia moderna; pero, en seguida, reparé que esto mismo es lo que sucede en España, los herederos del franquismo, como los herederos del régimen militar pinochetista, no quieren la memoria, la temen y luchan denodadamente por mantener el olvido: precisamente, el día en que la joven me dijo lo del documental, la Cámara de Diputados había votado mayoritariamente contra la partida de los presupuestos de 2023 dedicada a la memoria histórica y habían dejado al impresionante Museo de la Memoria de Chile (un ejemplo de cómo se debe concebir y tratar museísticamente la memoria democrática) sin financiación ninguna.

Cuando reparé en que el edificio presidencial ha sido completamente restaurado, que no hay huella alguna del ataque que sufrió durante el golpe de estado del setenta y tres, no me extrañó de que haya chilenos que no saben exactamente qué aconteció allí mismo o que directamente lo niegan, como el hombre de mediana edad que, al oírme decir a unas jóvenes estudiantes que descansaban a la sombra de uno de los árboles, que yo había visto, por la TV, cuando era poco menor que ellas, cómo destruían parte del gran edificio, bombardeándolo, terció con una agresividad mal disimulada, aseverando de modo tajante: ¡Nunca hubo ningún bombardeo!… Y lo dice con tal convicción, que me doy cuenta inmediatamente de que, efectivamente, así lo cree, que no miente, a propósito… ¡Eso son mentiras de los comunistas!… Insiste. Y renuncio a preguntarle por los desaparecidos, o por lo del Estadio de Chile o por el campo de la muerte de Chacabuco; no merece la pena, es inútil, ya conozco el percal, en España te encuentras con tipos así también.

Cansado de deambular, me dirigí, de nuevo, a la zona más próxima a la plaza de Armas, en donde había visto decenas de sitios de comida rápida de todas las procedencias de América, no muy lejos, por cierto, de las calles de las agencias de cambio de divisas y de las dos o tres calles, aledañas, en las que había conocido la mayor concentración de peluquerías y de locales de manicura de toda mi vida; no me extrañaría de que esas dos o tres calles tuviesen el récord del mundo de peluquerías y manicuras por metro cuadrado; casi todas, eso sí, centroamericanas o caribeñas, por lo que deduje del aspecto y de los acentos de los jóvenes, de ambos sexos, que publicitaban en las aceras las bondades y ofertas de cada uno de ellos.

Al final, me decidí por comida rápida peruana, o eso me pareció; y, al terminar la colación, poco a poco, regresé al hotel, quería descansar un poco antes de dirigirme a la cita con mi amigo Theodoro Elssaca, en la comuna de Providencia.

En la Fundación Iberoamericana

Tras una breve siesta y una ducha, de camino ya a la cita en la sede de la fundación que dirige, tomé un taxi; me encantan los taxis en las ciudades que no conozco, sus conductores son una fuente de información inestimable y nos dan el pulso real de las ciudades, sin intermediarios ni exégetas interesados. Este llevaba desde las seis de la mañana en las calles y eran las cinco de la tarde. En un momento dado, por tantear el terreno o por mera curiosidad, se me ocurrió hacerle una observación acerca de que, durante mi estancia en Chile, varios de los conductores de Uber y de los taxistas que había conocido eran de origen venezolano; también le mencioné, a propósito de ello, el ambiente multinacional que me había encontrado en los alrededores de la plaza de Armas y, en general, por las calles del centro de Santiago, así como por el número increíble de peluquerías y manicuras centroamericanas y caribeñas con las que me había topado.

Dios mío, en qué momento se me ocurrió mencionar la cuestión, Santiago estaba lleno de una chusma que venía de Venezuela y de Bolivia, sobre todo, también había haitianos y de otras procedencias, pero la plaga eran los venezolanos… En fin, la eterna canción de pobres contra pobres, luchando por la pitanza y los restos del festín. Nada nuevo bajo el sol; es lo mismo en cualquier parte del planeta; en España, sin ir más lejos, los antiguos emigrantes echan pestes y rechazan a los nuevos migrantes. Los trabajadores precarios echan pestes de los supuestos ‘privilegios’ de los trabajadores con contratos y condiciones laborales reguladas, y los trabajadores en situación reglada, desconfían de los trabajadores interinos y precarios. Qué lástima, me digo… Qué cansancio me embarga, cuando contemplo a un pobre despotricando contra otros más pobres que él.

Con Theodoro Elssaca / y el tiempo implacable

La tarde noche con Thedoro Elssaca, en la comuna de Providencia, habitada por una clase media santiaguina que aún resiste, es un reencuentro largamente deseado por los dos, desde que nos vimos, la última vez, en Madrid, y resulta agradable y sumamente ilustrativo para mí.

Theodoro es un escritor y un gestor cultural volcado absolutamente a la literatura y a la vida literaria, con una vida propia intensísima, repleta de experiencias y de viajes, que se refleja en los trabajos y en las mismas dependencias de su Fundación Iberoamericana.

Pocas veces he visto a nadie que tenga tanta pasión por la belleza y la armonía de los espacios y de los objetos que lo rodean. Y tiene, para los demás, los detalles y la elegancia de quien sinceramente aprecia los detalles y la elegancia por sí mismos: en sus libros, en las revistas, en los ornamentos de estanterías, salones y paredes o en su persona, que traslada, sin esfuerzo, a su escritura. Su solidez intelectual está fuera de toda duda, de ahí que su conversación sea también sumamente rica y variada.

Con él y con un joven cineasta colaborador suyo, ‘Chepo’ Sepúlveda, que había estado trabajando con Patricio Guzmán en un nuevo documental de este, sobre el reciente proceso constituyente, fuimos a cenar a un restaurante francés, al que nos había invitado Theodoro, con cuyo chef tiene cierta amistad.

Ni que decir tiene, la conversación, primero, en la fundación y, luego, durante la cena en el restaurante francés, situado a unas cuadras de la sede de aquella, fue amena, divertida e instructiva; como las viandas, típicas de la cocina gala, fueron sabrosas y exquisitas. Sin embargo, lo más impactante y memorable de esa tarde y esa noche tan agradables, ocurrió de regreso al garaje de la fundación, tras la cena, hacia la media noche, para tomar el auto de Theodoro, con el que me llevarían de vuelta al hotel.

Al pasar junto a la marquesina acristalada de una parada de autobús, rodeada de maceteros con flores y de macizos con diversas especies de los típicos arbustos urbanos, un joven solitario, de los barrios más pobres, supusimos, por su aspecto y su indumentaria, la estaba emprendiendo a golpes desaforados contra las cristaleras de la marquesina, después de arrancar, con una ira y una rabia obscura y silenciosa, buena parte de los arbustos y de las flores de los maceteros.

Un tema de conversación, durante la cena, precisamente, había sido la sensación de inseguridad y de miedo que había detectado, entre mis amigos, con respecto de Santiago; recordé sus recomendaciones y la de las jóvenes recepcionistas del hotel, para que tuviese cuidado con mi bolsa de mano por las calles y con no tomar taxis, al vuelo, sin haberlos solicitado previamente, desde el mismo hotel o desde un lugar de confianza.

También Theodoro Elssaca se había referido al miedo y a la inseguridad reinantes, en varias ocasiones, desde que le señalé las extraordinarias medias de seguridad que había visto en el edificio en que se ubicaba la fundación y, cuando le pregunté por la enorme cantidad de fachadas y escaparates que había visto blindados con planchas metálicas por las calles de Santiago, aunque también las había visto en San Fernando: desde iglesias y edificios públicos, hasta tiendas, negocios y oficinas bancarias.

Inevitablemente, se aludió a los días del llamado “estallido social”, que convulsionaron Chile en 2019, la memoria de aquellos días, por lo que he comprobado, pesa mucho en las clases medias chilenas. Sin embargo, al contemplar a aquel joven, en medio de la noche, solo y en completo silencio, destrozando el mobiliario urbano de aquella comuna ‘de ricos’, tan distinta de la suya; ante el estupor de mis amigos, creo que tímidamente les recalqué la necesidad de estudiar bien las causas de aquel estallido, y de los que vendrán, para comprender la violencia ciega y aparentemente arbitraria de aquel joven. Y, ahora, después de repasar, una vez más, las notas que tomé y los recuerdos que guardo, para pergeñar esta pequeña crónica de esos días intensos y maravillosos, estoy convencido de que comprender las causas de esa rabia y de ese estallido es crucial para el futuro de Chile.

Al día siguiente, volví a recorrer las calles del centro de Santiago, observando, entablando breves conversaciones con la gente, allí donde se daban las circunstancias; visitando algunos lugares emblemáticos que no había podido ver los días anteriores. La dureza de las calles era la misma, con sus inesperados recodos y rincones/islas de paz; y esa sensación de movimiento incesante y de compraventa compulsiva, de perpetuo trasiego en busca de la supervivencia, también. Santiago era el mundo, este futuro/presente previsto/dispuesto ya para todos nosotros en el laboratorio neoliberal.

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