Dos alegatos a favor de un amor nada romántico

Alegato primero: discursivo

Tres mentiras –de entre las muchas que han inventado para nosotros– nos han encandilado y ofuscado desde el inicio mismo del Capitalismo, allá por la Baja Edad Media: una, enraizada en las viejas polis griegas, es la postulación de un destino personal, individual e inviolable, para cada uno de nosotros; otra, procedente de la vieja Roma imperial, es la aleatoria intromisión de la diosa Fortuna, esto es, de la suerte, en ese destino personal, único e intransferible; y, la más reciente de todas, elaborada, primero, por los señores ociosos de la Provenza del siglo XII, y, luego, por los poetas burgueses del siglo XIII y XIV, el Amor como experiencia interior –de naturaleza, pues, esencialmente psicológica–, gozosa y dolorosa a un tiempo, abarcadora de todo y dadora de sentido definitivo.

La primera mentira nos ha separado de la Historia; la segunda nos ha paralizado y dejado al albur de la voluntad de los que nos dominan y nos han dominado durante siglos; y, la última, nos ha enajenado de nosotros mismos, recluyéndonos en una ilusión, por lo común, desoladora, estéril y agobiante.

El poder increíble y casi invencible de estas tres mentiras radica, en efecto, en el paradójico fondo de verdad –ya sea biológica, o meramente experiencial– sobre las que se cimientan; pues no hay mayor y más peligrosa mentira que una media verdad usada para el engaño.

Quizás por eso, por la conciencia de lo bien trabada que está la mentira, y de la enormidad de la empresa que entraña combatirla, o por todo el cansancio acumulado, a menudo, hemos considerado que lo más lógico sería dejar de escribir, especialmente si nos fijamos en el hecho desalentador de cómo poetas y escritores vinculados a posiciones críticas, e incluso radicalmente críticas, cuando hablan y escriben acerca del amor –o del destino personal–, se toman en serio y se pliegan, sin el menor reparo, a esta ilusión ideológica elaborada, como mero juego, por nuestros amos.

Fotografía de Demian Ortiz

Y, aun así, debemos hacerlo, debemos continuar en este intento de deshacer este viejo espejismo –renovado, a finales del siglo XVIII, por el Romanticismo–, aunque sólo sea por la satisfacción y el gusto de desentrañar una parte, al menos, de esas mentiras, de esas medias verdades que nos constituyen, y sobre las que se ha construido nuestra engañosa visión del mundo.

De las tres, es el amor justamente la media verdad más encantadora y seductora de todas… Y sus víctimas, las más incondicionalmente rendidas al engaño y a la ilusión… Y los poetas –justamente, también–, las herramientas y los artífices predilectos, a lo largo de los últimos ochocientos años: desde que los trovadores al servicio de los señores de la fuerza y del dinero, o ellos mismos, señores de la fuerza y del dinero, lo idearon, primero, para su propio deleite, como puro juego; y, luego, para el engaño y la sumisión de los otros –nosotros–, sus súbditos y sus siervos…

Sin embargo, podemos escapar de este auténtico laberinto de las paradojas.

Sí, son mentiras atractivas y tentadoras, estas falacias del deseo tan sagazmente urdidas por los amos del deseo; pero el amor, si se diese finalmente, sería el fruto, no encontrado por accidente, sino construido por el esfuerzo y la constancia, en el sentido que Erich Fromm nos lo plantea en su inolvidable Arte de amar.

Y aquí radica la dificultad del asunto que, en el esfuerzo, en la voluntad reflexiva, debe ser otra la poesía, y deben ser otras las palabras y otras las metáforas e imágenes; como otra debería ser la experiencia misma de la relación amorosa.

Alegato segundo: lírico

(y sin embargo) Aturdido por el sentimiento de lo irremediable –y por esta extraña resistencia a la emoción–, veo desmoronarse mi presente, y desaparecer una buena parte de mi pasado en esa densa y pegajosa niebla de los objetos abandonados, y del olvido… Y, en el declive de todo, me pregunto inesperadamente por el amor.

Trampa de los sentidos

O juego interesado de los ociosos.

Estos pedazos, sólo en apariencia desparejos o irreductibles –teselas robadas de otros mosaicos–, quizás no encajen a primera vista; o, tal vez, aparezcan como fallidas incrustaciones de una más de esas falsas, superficiales y vanas protestas contra esta ilusión engañosa en la que recaemos, una y otra vez, a pesar de la sospecha… (desde el principio…) Es sólo apariencia; pues estas esquirlas encajan cabalmente en cada herida, sean brecha o desgarro.

Aunque

¿Y si nos encontrásemos inmersos en un simple viaje circular y vicioso a través de los significantes –hechos ya puro despojo y residuo– que han construido esta ilusión…? (también desde el inicio…)

No se los tomen, pues, muy en serio.

O sí: quizás deberían hacerlo…

¿Quién sabe?

(entre tanto) Leo a Hölderlin…

… así es el hombre; cuando el bien está a su alcance y es un dios

quien lo colma de dones, no lo ve ni lo admite.

Debe sufrir todo esto, previamente; entonces nombrará lo que más ama,

entonces brotarán palabras, como flores…

Son algunos versos de su elegía titulada Pan y vino

Lo explican todo.

O no: no explican nada…

¿Quién sabe?

Desde el fondo de un largo, amplio y soleado pasillo llegan fragmentos de una sinfonía de Mahler…

… Querida…

… Es Mahler; la brisa blanda y suave trae en volandas sus notas, y entran por la ventana entornada…

… Las escucho, mientras leo a Hölderlin, aún medio febril; y pienso en ti…

… No te enfades, por favor…

… Es el cansancio del dolor de estos días y los restos de la fiebre aún (esto ha sido peor de lo que parecía…)

… Dios, hay pasajes en Mahler –y en esta sexta sinfonía– maravillosos en su paradójica tristeza (en la poesía de Hölderlin también); como estos que justo ahora, aquí, abren en mí la vía hacia una bifurcación en la que todo es posible… (y me dejo llevar por los restos de esta fiebre que ahora es más suave y benefactora…)

… Ya lo sé…

… Sé perfectamente que esa bifurcación no existe, que desaparecerá en un abrir y cerrar de ojos, que no resistirá ni una décima de segundo la prueba de la realidad, pero no me importa, pues, a veces, necesitamos de estos pasajes hacia la mentira, aun por unos segundos…

… No te enfades, por favor. Son Mahler y Hölderlin, es el sopor febril, no es toda mi culpa…

… Espero que el fin de semana haya sido tranquilo y reparador para ti, y que nada lo haya turbado; ni siquiera estas palabras… (al fin, si lo miras bien, tan suaves como un leve roce de manos en un pasillo) …

… Un beso.

¿De quién es la culpa entonces…?

¿Hay, acaso, culpa en quien se engaña…?

¿O en el extraviado…?

Algo, no obstante, sí sabemos, que estas palabras no son las de un trabajador…

Ni siquiera las palabras de un trabajador industrial cualificado…

Ni las de un miembro especializado del personal técnico de servicio de ningún país occidental desarrollado…

Ni las de ningún bróker…

Ni las de ninguno de los amos –conocidos o desconocidos– del mundo…

Que no son palabras de este mundo siquiera…

Hay cosas que sí podemos determinarlas, si permanecemos atentos.

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