2. La Universidad Autónoma de Madrid y Julio Rodríguez Puértolas: saber leer de un modo crítico es el camino de la auténtica escritura.
Las imágenes relacionadas con la Universidad Autónoma de Madrid, me llevan al segundo hito, o etapa, en mi camino hacia la escritura literaria. Mi llegada a la UAM, en 1973, con diecisiete años recién cumplidos, fue algo que solo los que vivieron aquel tiempo y aquella universidad entenderán. Un joven, muy curioso y motivado para el estudio, pero que había sido educado en la escuela franquista, en una dictadura que nos había ocultado lo esencial del mundo que fluía a nuestro alrededor; un adolescente, como yo, que entraba a la vida, así, virgen de mente y cuerpo, pero con el ansia propia de la juventud de entonces, experimentó una auténtica conmoción al encontrarse en medio de aquel espacio insospechado de conocimientos y de libertad absoluta, pues eso era la UAM en 1973.
A pesar de la crucial etapa de crecimiento y apertura a la realidad que supuso para mí aquel providencial COU en el instituto Cervantes, con profesores como don Alberto Fernández o la no menos insigne Otilia López Fanego, a la que no puedo olvidar, nuestra profesora de francés (bendita sea) que no solo nos hablaba en francés y nos hacía conversar en francés, algo inédito en la escuela de entonces, sino que, además, nos daba a escuchar a los mejores cantautores franceses, censurados, algunos de ellos, en España; y con la que leí, en su versión original, La condition humaine de Malraux, el primer libro que leí en una lengua distinta a la mía; a pesar de todo ello, la llegada al departamento de Filosofía, dirigido por el inolvidable Carlos París –que lo primero que hizo, al recibirnos a los pocos estudiantes de primero que habíamos elegido filosofía pura, fue contarnos un chiste de Forges y aconsejarnos que olvidásemos todo lo que nos habían enseñado acerca de la filosofía, en el instituto, a partir del manual de COU, de S.M.– fue una experiencia epifánica.
Qué maravilla era todo: por primera vez, había chicas en clase, compañeras con las que compartir tus estudios y tus inquietudes, algo que habíamos deseado durante toda nuestra adolescencia. La palabra era libre, como el pensamiento; el mundo entero, en su complejidad, se abría ante nosotros, como toda la historia del pensamiento y de las ideas, y las dudas y las inseguridades propias de la edad no nos daban miedo, solo nos espoleaban a investigar, experimentar y descubrir.
¡Qué milagro imprevisto aquellas clases con, el tantas veces llorado, Alfredo Deaño, en su curso de iniciación a la Lógica formal!… La persona que amuebló –como decíamos en el barrio– y organizó aquella cabeza inquieta y llena de incontables impresiones arrebatadoras por un deseo insaciable de conocimientos; él me enseñó a pensar racionalmente el mundo, como Carlos París, como aquellos jóvenes profesores con los que nos sumergimos en el tránsito del pensamiento mítico al pensamiento racional, a través de los textos originales de los filósofos presocráticos, en la edición monumental de Kirk y Raven; o en las visiones del ser humano y de las sociedades históricas que nos habían ofrecido Freud, Marx o Skinner. Todos ellos me enseñaron que tras lo evidente se esconde la verdad, que no es tan evidente necesariamente.
Esa magia se prolongó, más tarde, ya durante los inicios de la Transición, en el departamento de Lengua Española, al que migré, al segundo año, pues descubrí que lo que realmente me atraía era la literatura.
En el departamento de Lengua, con profesoras como Paloma Varela, Violeta de Monte, o profesores como Ramón Santiago, la lingüística del siglo veinte se abrió para nosotros de par en par, y nos encontramos con el estructuralismo saussureano, con el formalismo ruso y Jakobson, con el círculo de Praga y Trubetzkoy; con el generativismo chomskiano, con la glosemática hjelmslieviana, etcétera, etcétera, que nos pusieron ante una consideración distinta y apasionante de los fenómenos lingüísticos y del uso de nuestros propios idiomas maternos y aprendidos, pero también ante una idea nueva y estimulante de la naturaleza de los textos literarios. Los textos literarios, desde ese momento, ya no eran productos espontáneos, inspirados y naturales; la escritura literaria no se basaba en meras impresiones subjetivas o en inefables sensaciones, era algo más profundo, una apasionante construcción ideológica, que se somete a un plan y en donde las emociones se racionalizan y se objetivan necesariamente, para producir los efectos que se persiguen.
Con la lingüística del siglo veinte y el acceso a las corrientes de la crítica y del análisis del texto literario más actuales, por entonces (estábamos “a la última”, como decía mi abuela), llegó también la militancia sindical y política en el PCE, del modo más imprevisto, pues yo era bastante anti-PCE y mi intención era haber entrado en la LCR, pero los compañeros trotskistas tuvieron cierta prevención para admitirme en sus reuniones, sin examen previo, durante el encierro –de dos o tres días, ya no recuerdo exactamente– de los estudiantes de la UAM, en el edificio de la calle San Bernardo que ocupamos (edificio que, luego, fue sede del primer parlamento madrileño, si mal no recuerdo; quizás la primera ocupación de un edifico público por parte del movimiento estudiantil y ciudadano, en general, en la España del primer post-franquismo), como reacción airada y denuncia pública, tras el hundimiento, el 29 de septiembre de 1976, de una parte de nuestra facultad de Filosofía, con casi noventa estudiantes heridos, varios de ellos gravemente lesionados para toda la vida.
La militancia en el PCE, causada por intervención y mediación expresa del gran Miguel Ángel Astasio (Miguelito, para nosotros, camarada y amigo tan tempranamente desaparecido, en accidente ferroviario, pocos años más tarde, en 1981), compañero de una calidad humana, intelectual y política, a pesar de su juventud, asombrosas, que convenció al resto de los jóvenes compañeros y camaradas comunistas encerrados para que me dejasen participar en sus asambleas partidarias, sin “examen previo”.
Su trato y el trato con tantos otros jóvenes camaradas, las vivencias acumuladas, primero, en la última clandestinidad y, más tarde, en la legalidad, las lecturas a las que accedí, a su través, las ideas que considerábamos, criticábamos y discutíamos, la sospecha del advenimiento de un tiempo complejo y fluido, en el que el movimiento comunista se debería reconstituir y repensar, la literatura que me descubrieron (aún guardo, como oro en paño, el último libro que Miguelito y yo intercambiamos, Los galgos verdugos, de Corpus Vargas, que no pude devolverle, pues se nos fue del modo más imprevisto…), todas esas experiencias me marcaron y enriquecieron mi vida como persona, pero, también, como futuro escritor.
Sin embargo, de esos tiempos de universidad, de entre todos los profesores y compañeros que tuve y que marcaron mi vida, debo destacar, por encima de todos, a una persona, mi maestro, Julio Rodríguez Puértolas, pues tenemos muchos buenos y grandes profesores (ya, afortunadamente, los tuve), pero solo tenemos un maestro. En la sección de literatura, dentro del departamento de Lengua, había y hubo grandes profesores que me ayudaron a crecer, han sido impagables para mí las clases y lo aprendido con Teodosio Fernández (oh, su lectura de Rubén Darío) y con Antonio Rey Hazas (oh, su lectura de Cervantes), pero también con la increíble María Eugenia Rincón, por la que entré en el mundo de la literatura catalana, algo que le agradeceré siempre (oh, mis lecturas de Salvador Espriu, de Agustí Bartra, de Berenguel y, sobre todo, de Gabriel Ferrater: oh, mi encuentro con el poema “Oci”, Ella dorm. L’hora que els homes / ja s’han despertat…), pero fue la llegada de Julio Rodríguez Puértolas y fue, sobre todo, su curso inicial sobre literatura medieval y, especialmente, sobre el Libro de Buen Amor, del Arcipreste de Hita, dentro del conflictivo siglo XIV, el que marcó para siempre, no solo mi modo de entender la lectura de un texto literario, sino la propia escritura literaria (de hecho, quien desee entender en profundidad mi modo de enfocar la escritura debería dirigirse a dos autores, fundamentalmente, a Juan Ruiz y a Cervantes).
Julio Rodríguez Puértolas nos descubrió un modo distinto, hasta entonces no tenido en cuenta por la mayoría de nosotros, de enfocar la lectura crítica de un texto literario, como producto ideológico y como respuesta, por tanto, a un marco y a una coyuntura material e histórica determinada. La consideración social del texto literario (del signo lingüístico, en general) fue la puerta que nos permitió acceder, primero, a la obra de don Américo Castro –maestro de mi maestro– y, a continuación, de un modo lógico, a la crítica materialista y marxista. La aparición de la monumental Historia Social de la Literatura Española: en lengua castellana, en 1978, en la que participó, junto con Blanco Aguinaga e Iris M Zavala –intelectual y escritora insobornable, con la que, años más tarde, tuve la suerte de relacionarme y de trabajar–, fue un acontecimiento que sacudió los estamentos de la crítica universitaria más conservadora, rutinaria y apoltronada. Fue una delicia ver a algunos profesores instalados en la rutina académica cómo se revolvían en las clases contra aquella osadía; era una gozada ver cómo les aterraba mirar ese escalpelo crítico abriendo en canal nuestra tradición literaria y extrayendo de ella lo oculto, lo nunca considerado o tratado de frente, sin contemplaciones, vinculando todo con todo en sus respectivas coyunturas históricas, hasta extraer el verdadero sentido de los textos incluidos en el canon y de los enviados al ostracismo de lo extra canónico.
Y, a través de mi maestro, Julio Rodríguez Puértolas, conocí a algunos condiscípulos, compañeros y compañeras más jóvenes, de las siguientes generaciones, que han sido muy importantes en mi vida personal, pero, sobre todo, en mi vida como escritor; y, de entre todos ellos, debo destacar, sin duda, al tan tempranamente desaparecido César de Vicente Hernando, uno de los intelectuales más sólidos, preparados y profundos que la crítica literaria universitaria ha tenido en las tres últimas décadas, discípulo dilecto, con razón, del maestro; él fue, su trato de compañero, primero, en los cursos de doctorado, y de amigo, luego, y su magisterio imprescindible, quien, durante la escritura de mi segunda novela, Un mar invisible, a finales de los noventa y principios de este siglo, convertido en insobornable crítico y severísimo archilector de la misma, a medida que iba siendo construida y armada, me hizo el escritor que soy. Pero es que, además, fue él quien me conectó a los compañeros de los encuentros de Voces del Extremo, en Moguer, especialmente con su organizador y fundador, Antonio Orihuela; y el impulso y apoyo de los dos, de Antonio y de César, fue también el que me hizo poeta de un modo sorpresivo, para mí, y totalmente imprevisto, y eso fue mi primer poemario, Grito y realidad.