3. Moscú, Ljubljana: años decisivos de aprendizaje en un mundo en completa transformación.

Las fotografías de mi estancia en Moscú y las de la Facultad de Filosofía en la Universidad de Ljubljana, me llevan a otro de los periodos cruciales que determinaron mi camino a la escritura. Sin esa experiencia, que duró casi cinco años, no sería quien soy.

Después de vivir intensamente y participar activamente en la transformación de mi país, durante el final del franquismo y a lo largo de toda la Transición, mi decisión de salir de España y conocer las sociedades del Socialismo Real por mí mismo, fue determinante en mi crecimiento personal e intelectual y me dotó de un bagaje existencial y experiencial que indudablemente se ha traslucido en mi escritura.

En esos años, en los que viví en dos estados que han desaparecido y estuve en otros dos, al menos, que tampoco existen, experimenté, desde dentro, y participé activamente, también, en la transformación de un mundo mucho más amplio que el que representaba mi país: en este caso, el de la entera Europa de los bloques y, por extensión, el del viejo mundo bipolar. Desde la Eslovenia de la antigua Yugoslavia, lo hice de diversas formas y una de ellas, la más insospechada, fue votando en las primeras elecciones multipartidistas celebradas en la entonces aún república federada, pues la constitución socialista yugoslava así lo permitía y todos los trabajadores que viviesen en Yugoslavia tenían derecho al voto; no sé si ha habido otro español que haya participado en un proceso electoral del Este de Europa, en esa crucial coyuntura de sus destinos (por cierto, la candidatura a la que voté, en la que iba un buen amigo, que luego, con el tiempo, sería el primer embajador de Eslovenia en España, Franko Juri, de la minoría italiana de Istria, ganó las elecciones, si mal no recuerdo, con lo que fue la única vez, en mi vida democrática, que han ganado los que yo he votado: la razón, no me avergüenzo de ello, fue que, también, por primera y única vez en mi vida –lo juro–, voté al centro-izquierda).

Pero, en serio, lo realmente importante y esencial, en esos años yugoslavos, tanto para mi formación como escritor, como para mi crecimiento intelectual y personal, es que, viviendo, desde dentro, la desintegración de la antigua Yugoslavia, descubrí lo sobrecogedoramente fácil que es llevar a los pueblos a la guerra, y cómo en ese proceso incluso las mentes más lúcidas pueden colapsar, si no están atentas a las trampas emocionales que los hacedores de guerras nos ponen en el camino hacia ellas.

No obstante, ahora que escribo y paso breve examen a esa etapa de mi vida, en Moscú y en Ljubljana, debo reconocerlo: en esos años, fui feliz, muy feliz, diría yo; con una felicidad completa y rebosante de vida. Cada día era un reto, una oportunidad de nuevas experiencias y nuevos conocimientos. Crecí y crecí, y perdí cualquier rastro de miedo que aún pudiera haber quedado dentro de mí, después de haber vivido lo que había vivido, hasta ese momento, en España, con, al menos, cuatro detenciones, durante el periodo universitario, y con mi enfrentamiento final, como objetor político sobrevenido, durante el servicio militar.

Qué decir de mi viaje en tren desde Madrid a París y desde París a Moscú, en pleno invierno del 1986-87, cuando no había reservas previas, ni teléfonos móviles, ni app’s viajeras; en aquella Europa de los bloques, de visados imposibles y trenes/mundo maravillosos (en esto, creo que soy, también, uno de los pocos españoles de mi generación que lo hizo, que hizo aquel maravillosos viaje de tres días, atravesando Europa entera en invierno, de cabo a rabo). O qué decir del paso de los dos Berlines, cómo impresionaba ese tránsito de Oeste a Este, aunque no tanto como la llegada a la frontera soviética, por Brest, desde Polonia; el paso de esa frontera te llevaba a otra dimensión de sensaciones: para un joven español era como vivir en una de las películas que había visto. Y qué decir de aquel Moscú del inicio de la Perestroika, el comer helados en la Plaza Roja frente a la guardia del mausoleo de Lenin, a veinticinco grados bajo cero; o vivir en una residencia con jóvenes de más de ochenta nacionalidades de todo el mundo, con lo que eso supone de reto mental; o vivir el Moscú de la esperanza en el cambio que parecía que se avecinaba; o el recibir y asimilar todas las experiencias que me asaltaban en ese mundo –tan distinto al conocido y al esperado también–, como un joven comunista que había criticado, desde fuera, justamente ese modelo de “socialismo real” y que, ahora, viviendo dentro de él, se daba cuenta de que lo malo que creía que se iba a encontrar no era tan malo y que lo bueno que creía que se iba a encontrar no era tan bueno (y todo lo contrario). O qué decir de los encuentro personales: jugar, por ejemplo, al baloncesto un “Europa vs USA”, por las tardes, entre los compañeros norteamericanos –graciosamente ultra competitivos– que formaban parte de nuestro círculo, contra los tres amigos europeos –cada uno de su padre y de su madre–, que éramos Borut (esloveno), Safet (bosnio) y yo (español), nada competitivos, por cierto, pero que ganábamos habitualmente, para el enorme disgusto de los americanos, por el juego magistral de Safet (con quien estoy, en la fotografía del vestíbulo del Instituto Pushkin; ya que, como fue él quien nos hizo, con su vieja cámara, la fotografía del baloncesto, no aparece en ella), pero también debido a mis faltas personales –todo hay que decirlo–, que no pitábamos ni reconocíamos nunca, por supuesto, para desesperación de los americanos.

Y qué decir de cuando tus amigos monjes de Ceilán –amenazados de muerte en su país– te plantan un altar budista en tu mesilla, con unos elefantitos, porque te duele una muela y que te deje de doler la muela, al poco; o del que te asignen una bella compañera-espía que, casualmente, habla francés, la lengua que mejor dominaba yo entonces, pero que, luego, descubres que habla español perfectamente; o cómo contar las aventuras vividas para salir sin permiso del radio de cuarenta o cincuenta kilómetros que teníamos acotados los extranjeros; o el increíble viaje a los países bálticos, con una guía georgiana que nos emborrachaba cada noche; o la agria discusión con un alto representante del Politburó que me había invitado a cenar en el hotel Octubre, destinado exclusivamente a la nomenklatura del Partido, los dos, eso sí, tengo que reconocerlo, bien cargaditos de vodka; en fin, todo fue como un sueño en un mundo extraño, cambiante y apasionante. Mi mente y mis sentidos siempre en alerta; dispuesto al conocimiento y prevenido para sentir y responder a cada estímulo que llegase a mí.

Sin embargo, de todos los recuerdos que me vienen, querría detenerme un momento en mi amistad con Borut Miller, mi compañero de apartamento en Moscú –el joven filólogo esloveno que sostiene el balón en la fotografía del baloncesto, desaparecido, demasiado joven, hace tiempo–, por él me fui, meses después, a la Universidad de Ljubljana; a él le debo, pues, uno de los tiempos centrales de mi vida, ya que en Eslovenia, en esos años de la Facultad de Filosofía, en un departamento joven, dinámico y creativo, con compañeras increíbles, que ahora son mis amigas, Jasmina Markić y Branka Kalenić (las primeras doctoras en Filología Hispánica intituladas en una universidad eslovena), junto a otras grandes compañeras de trabajo, no solo me desarrollé profesionalmente, me obligué a profundizar y ampliar mis conocimientos acerca de la historia de nuestra literatura, sino que –incluso en las horas más difíciles– fui, lo repito, una vez más, muy feliz. En ese tiempo, además, casi al final de mi estancia en Ljubljana, un año y medio, aproximadamente, antes de que comenzase la guerra, retorné a la escritura literaria, tras varios años sin escribir. Antes de dejar España, había roto y hecho desaparecer todo lo que había escrito hasta ese momento, algo de lo que jamás me he arrepentido, y me había centrado únicamente en la aventura de los viajes, en la docencia universitaria y en la investigación. En Ljubljana, sin embargo, en la cocina del último de los tres apartamentos por los que pasé, quizás para tener el café más a mano o porque, desde la ventana, se veían los Alpes, con mi Olivetti Lettera de cartucho, a la que, a partir de las nueve de la noche y en las madrugadas, ponía una toalla doblada debajo para amortiguar el ruido y no molestar a los vecinos con el tableteo de las teclas, comencé a escribir la primera novela, El Tiempo cifrado.

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