Respuesta a una petición que nos hicieron a varios escritores unos jóvenes compañeros de Mérida, para un proyecto entorno a la lectura como herramienta para el crecimiento del pensamiento crítico y los jóvenes.

Los libros que construyeron mi juventud

Los dos primeros libros que comenzaron a modelar mi modo de entender el mundo, creo, más allá de la lectura que hice de los mismos –eso no importa tanto, cuando eres un joven adolescente–, antes incluso de El Manifiesto Comunista, fueron Del socialismo utópico al socialismo científico, de Engels (en la vieja edición de 1968); y Evolución, Marxismo y Cristianismo, de Teilhard de Chardin (en la edición de Plaza y Janés, de 1970). Los encontré, por casualidad, a finales del Franquismo, en la cuesta de Moyano, por donde acostumbraba, durante los fines de semana, a pasear y hojear libros baratos de los remates de bibliotecas particulares y restos de ediciones.

Yo no tendría más de diecisiete años y fueron un auténtico descubrimiento para mí; por una parte, el descubrir que los acontecimientos que yo consideraba espirituales, como los sentimientos y las creencias, o que los productos artísticos, resultados del genio de seres excepcionales, no eran más que reflejos indirectos de las condiciones materiales de vida y de las relaciones de producción en una sociedad determinada; que las creencias y modos de entender la vida en la edad Media, tan distintas de los de la modernidad, se debían a la modificación de las condiciones económicas y sociales, esto es, materiales e históricas, para mí fue una auténtica revelación que cambiaría mi vida.

Reconozco que, entonces, apenas entendía lo que leía, que necesita releer cuatro o cinco veces una página, pero los datos que iba descubriendo y las ideas que iba comprendiendo, creo que conformaron mi modo de ver el mundo para siempre.

El libro de Teilhard me dio, sobre todo, apertura mental y me previno contra los ciegos dogmatismos, modelos de pensamiento muy claros y sencillos, pero reductores de la rica y diversa experiencia del mundo y de la vida; el que un científico jesuita, paleontólogo, tratara de imbricar modelos de pensar la realidad tan distintos, como el de la ciencia y el de la fe, y lo hiciese de esa forma tan hermosa, que concluía con una metáfora tan sugerente, la del Cristo cósmico, material e histórico, me atrajo y me hizo ver que había modos diversos de afrontar la verdad de las cosas; algo parecido me ocurrió, poco después, con la obra de Mounier, el personalista libertario francés.

Luego, durante mi primer año en la Universidad, llegaron dos lecturas iluminadoras más, en una asignatura planeada, en principio, para alumnos del departamento de Filosofía de la UAM –que dirigía entonces mi añorado Carlos París–, se denominaba Introducción a la Psicología, y, en un momento del curso, se nos pidió que leyésemos a Piaget y a Skinner, y si la lectura de Piaget, me ayudó a comprender las principales etapas evolutivas de nuestra capacidad de relacionarnos con nuestro entorno, la lectura de Walden dos, de Skinner, y, a continuación, por iniciativa personal, Un mundo feliz, de Huxley, me pusieron en contacto con dos de las proyecciones más agudas y creativas de la deriva de las sociedades del capitalismo moderno, por más que Walden dos lo haga de modo paradójico.

La novela de Skinner, de 1948, plasma las ideas de la psicología conductista, que él mismo fundamenta, aplicadas a la ingeniería de las conductas sociales, y lo hace mediante la postulación de una utopía social, en contraposición al Walden de Henry D. Thoreau, que, en realidad, es una completa distopía, en la que la libertad y los instintos humanos desaparecen. Es una sociedad planificada por los científicos, en la que todos son felices, la jornada de trabajo es de cuatro horas y el ocio es la actividad fundamental y la familia tradicional ha sido superada por un cuidado colectivo y social de los hijos; sin embargo, en Walden Dos, la felicidad no es una experiencia resultado de las decisiones de los sujetos, sino de la supeditación de sus modos de vida a los dictados de la felicidad colectiva.

Un mundo feliz, publicada en 1932 por Aldous Huxley, es una obra auténticamente profética, una proyección lúcida de los parámetros esenciales que estaban definiendo, ya entonces, las sociedades del capitalismo avanzado, y se convierte, así, en una auténtica radiografía de nuestro mundo. El condicionamiento y el control de los habitantes de esa burbuja social por la genética y las normas y prejuicios sociales, su rígida estratificación en las famosas cinco categorías, los Alpha, que constituyen ese “uno por ciento” de la élite social (dueños del mundo), los Betas, que son los encargados de llevar a cabo materialmente los designios de esa misma élite (los políticos, economistas e ingenieros sociales), los Gammas, esos mandos y técnicos intermedios necesarios para que el sistema funcione, y los los Deltas y los Epsilones, los trabajadores manuales y esclavos, encargados de las tareas físicas más duras, conforman una dictadura social perfecta, con una apariencia democrática, una jaula de oro o una burbuja de bienestar en medio de un mundo devastado por desastres de todo tipo, en la que los esclavos están volcados hacia el consumo, la frenética huida del dolor, la inconsciencia inducida por los narcóticos (el soma, ese narcótico suministrado por el propio sistema) o el entretenimiento vacío y el sexo utilizado como herramienta de evasión (véase el cine industrial y la televisión actual), todo esto conforma un mundo aparentemente feliz muy parecido al mundo actual del capitalismo de consumo extremo y tecnológico, especialmente en aquellas burbujas de bienestar (como Europa Occidental o Norteamérica, o Japón y Australia), aisladas y defendidas de un mundo exterior abandonado y abocado a los desastres de la guerra y la pobreza, del que surgen los “salvajes”, que certifican, al conocernos de cerca, nuestra hueca y mortal apariencia de vida.

Con María Moliner

Desde un punto de vista más cercano a mi educación, podríamos decir, sentimental, hay tres libros que contribuyeron decisivamente a la misma, El arte de amar (1959), de Erich Fromm; La lucha sexual de los jóvenes (1932) y La revolución sexual (1936), de Wilhelm Reich

En El arte de amar (1959), una de las contribuciones imprescindibles y más importantes, desde el materialismo histórico, a la teoría y práctica del amor, en el siglo veinte, Erich Fromm, su autor, nos propone una idea, desde mi punto de vista, genial, que el amor no es un accidente, ajeno a nuestra voluntad y determinación, tal como la poesía, la literatura, el arte y la ideología de la burguesía moderna, desde el siglo catorce, nos ha hecho creer, sino que es un sentimiento que se construye con determinación personal y trabajo, y que solo desde el amor a uno mismo es posible construir el amor al otro o lo otro; por lo que a amar se aprende como se aprenden las demás artes, mediante la práctica y trabajo.

El caso de Reich era diferente, sus posiciones heterodoxas, pero extraordinariamente atractivas para nosotros, nos ofrecieron una visión liberadora y natural del sexo y nos liberó del miedo y del pecado que el nacionalcatolicismo y la escuela franquista habían intentado inocularnos. Con la lectura de La lucha sexual de los jóvenes y La revolución sexual, de Wilhelm Reich, me di cuenta de que, en efecto, tal como había avanzado el último Freud, la neurosis era un subproducto social, cimentada en la represión sexual, en la que se fundamenta, a su vez, el dominio y la sumisión. Hacer el amor de un modo libre y desinhibido era, pues, un acto revolucionario en sí mismo, el sexo libre nos acercaba objetivamente al socialismo. El que los estudiantes franceses coreasen por las calles de París en mayo del 68 el nombre Wilhelm Reich era un hecho lógico y coherente con los cambios que se estaban produciendo en todo el mundo occidental en ese momento.

Podría evocar más títulos decisivos en mi formación en esos años de finales del Franquismo y la primera Transición, desde los Estatutos y el Programa originales del PSOE, que recomendaría que se leyesen los actuales dirigentes y militantes del Partido Socialista actual, a ver qué piensan al respecto, o el Manifiesto Comunista, tal como he dicho antes, o algunos artículos de Bakunin y Las diez tesis del Anarquismo, un librito que encontré también en la cuesta de Moyano, hasta algunas lecturas dispersas y seleccionadas de Levi Strauss, Margaret Mead y Malinowski, de entre los que destacaría el libro de Margaret Mead, Adolescencia, sexo y cultura en Samoa, que me descubrió la trampa etnocentrista que era nuestra visión del mundo occidental al enfocar la naturaleza, supuestamente universal, del sujeto humano y de sus complejos psicológicos, nada más ajeno a la realidad real del asunto.

Finalmente, recuerdo otro libro que resultó clave en mi formación inicial como persona y sujeto crítico, La historia del mundo contemporáneo, en Gredos, de Geoffrey Barraclough, que me dio una visión global, por primera vez, de la constitución geopolítica del mundo moderno; aunque unas lecturas aún más tempranas, en ese sentido, fueron, curiosamente, dos textos clásicos, uno, el de un político e intelectual conservador francés del siglo XIX, pero extraordinariamente inteligente, François Guizot, Historia de la civilización en Europa, que anuncia, con casi un siglo de antelación, la aparición de dos nuevas futuras superpotencias, esto es, Rusia y Estados Unidos; y el otro, la monumental Historia de Roma, de Theodor Mommsen, cuyo análisis de las causas de la decadencia y desaparición del Imperio Romano darían muchas claves para la interpretación y comprensión de nuestra propia decadencia, como Imperio Occidental, especialmente las que tienen que ver con la voracidad de las élites y su acción devastadora y depredadora de los recursos naturales y de la mano de obra plebeya y esclava.

En fin, estos son algunos de los libros y de las lecturas que me construyeron como persona joven y militante comunista no dogmático, abierto siempre a la colaboración con las tradiciones trotskista y anarquista del movimiento obrero, pues una de mis obsesiones, desde muy joven, que mantengo hasta hoy mismo (aún con más convencimiento) fue la restitución de la unidad inicial de los trabajadores en una renovada Primera Internacional, como fue antes de la fatal fractura del movimiento revolucionario mundial. Unidad que no quiere decir uniformidad, sino solo eso, unidad.

En otro orden de cosas, como escritor, podría hablaros, en el campo de la literatura, de otros libros que me hicieron tal como soy, pero creo que eso lo dejaremos para otra ocasión. Solo citaros, de pasada, algunos títulos: La Odisea, el relato fundacional de nuestra cultura, El Libro de Buen Amor, del Arcipreste de Hita, la proto-novela europea y castellana, o La Celestina, la obra más demoledora y nihilista de su tiempo y de casi todos los tiempos, hasta el siglo veinte. El Lazarillo de Tormes y Don Quijote, las novelas fundacionales del género moderno por excelencia. Y de la literatura catalana, pues en esos primeros años de Universidad tuve la suerte de cursar un año de Literatura Catalana, fueron lecturas claves para mí La pell de brau Salvador Espriu y la obra poética de Gabriel Ferrater, uno de los más grandes poetas europeos de su tiempo, sin duda; y, por último, una novela magnífica sobre los refugiados españoles que pasaron la frontera por los Pirineos, al final de la Guerra Civil, a Francia y que terminaron el campo de concentración de Argeles, escrita por Agustí Bartra, titulada Cristo de 200.000 brazos.

No sé si os sonarán algunos de estos títulos, seguro que sí, leedlos, si podéis, en algún momento, os abrirán la mente y os harán mejores personas y mejores militantes de la causa de la libertad, de la igualdad y de la fraternidad. Salud.

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