Somos memoria [y la muerte, el olvido]
Si nos quieren sin memoria es porque los pueblos, las comunidades y las familias que la pierden son como esas personas, esos individuos que, al perder, o negar o desconocer su propia historia, el porqué de su propio pasado personal, se deslizan hacia la irrelevancia y hacia la nada, dejando de existir como tales seres vivos y libres, y devienen en seres fácilmente manipulables y tendentes a la servidumbre.
Desde muy joven, creo, tuve muy presente la importancia del pasado para comprender el presente; quizás, por eso, en el instituto, la Historia me encantaba, y seguro que, por eso mismo, leí, en los meses que precedieron a mi entrada en la universidad, la Historia de Roma de Theodor Mommsen, cuyos volúmenes encontré, probablemente, en alguna de las bibliotecas populares que acostumbraba frecuentar, quizás la de Cuatro Caminos, que, a pesar de la distancia a la que se encontraba desde mi barrio, me gustaba mucho visitar, como nos gustaba pasar las horas muertas en el viejo café de principios del siglo veinte, con sus azulejos decorados, que había no lejos de allí y que, años más tarde, transformarían –signo de los tiempos– en un salón de máquinas tragaperras.
Esa lectura y otras, algo impropias de un joven de barrio de mi edad, además de crearme, en mi mente juvenil, una imagen de los múltiples pueblos de Europa como una especie de ramas frondosas que pertenecían a un solo tronco mítico originario: origen, sin duda, de mi arraigado europeísmo: sentimiento que, contra todos los vientos y las mareas del pasado y del presente, aún perdura en mí; me ayudaron a entender mejor el mundo en que vivía, y aún siguen ayudándome a comprender –con las cientos de lecturas llevadas a cabo, luego, a lo largo de los años– muchos aspectos de la decadencia de esa misma Europa que amo y de la descomposición de nuestro mundo global.
Con el curso de los años, la militancia política y el trato –fuera ya de la universidad– con los más viejos de entre mis camaradas: presos, algunos de ellos, durante años, en Burgos, Ocaña y otros penales, o víctimas de la represión, durante los años de oscuridad franquista, me ayudaron a vincularme con nuestro pasado colectivo, como pueblo, y también a apreciar, aún más, los lazos que me unían, como individuo, a ese mismo pasado.
Desde mi niñez, sabía cuál era el origen de mi nombre, pero, entonces, supe que ese nombre me ligaba también a ellos y a su historia de luchas y penalidades, a través de la historia de mi abuelo Matías, asesinado en Cáceres, en la terrible Navidad de 1937, junto a más de doscientos compañeros y compañeras; cuyo memorial, en el cementerio de la ciudad, reclamado y conseguido gracias a la lucha y el tesón de la asociación de familiares e historiadores AMECECA, a la que me sumé en 2010, los recuerda, hoy, junto a otros varios centenares más que fueron asesinados, antes –desde el golpe de estado de julio del 36– y después –hasta las últimas ejecuciones llevadas a cabo en la ciudad por el fascismo, en los años cuarenta–.
No hay casualidades, sino causalidades, dicen; y es verdad, todo sucede, creo, a su tiempo y de un modo sutil y ocultamente lógico. Desde hacía años, recuerdo, tenía ganas de regresar a la ciudad en la que me crie, que no visitaba desde mis trece años, cuando mi abuela vendió su casa y se vino, a regañadientes, a vivir a Madrid; pero quería hacerlo, regresar al reino de mi niñez, de un modo especial, no de cualquier forma y, menos, como turista; quería retornar al lugar en el que fui feliz, con esa felicidad deliciosa que solo los niños pueden sentir, de un modo apropiado y digno de esa honda emoción que despertaban en mí aquellos recuerdos; deseaba decirle al espíritu de mi abuela y de todas las extraordinarias mujeres con las que me crie y que me cuidaron, y a las calles y a los rincones en los que gocé del paraíso de mi infancia: aquí estoy, esto es lo que he hecho con mi vida. Y la escritura, una de las elecciones esenciales de mi vida, precisamente, me llevó, de nuevo, a la ciudad: por una invitación de su Feria del Libro, en el año 2010, días en los que tuve la ocasión de pasear, una vez más, por los rincones conocidos y hablar con los espíritus que los pueblan.
Así que, por la escritura, recuperé la ciudad en la que fui niño y, por la escritura, también, me ligué a su memoria, para siempre, y pude honrar, así, la de mi abuelo y la de sus compañeros. Y con la escritura, con cada página que escribo, trato de ser merecedor del nombre que llevo, porque nuestros nombres, los nombres de los que nos precedieron y dieron sus vidas por nosotros son importantes, y recordarlos es esencial para nosotros, para no olvidar quiénes somos y de dónde venimos; por eso, los fascistas y los estúpidos inconscientes quieren borrarlos, como en el cementerio del Este, en Madrid; quieren que los olvidemos. No lo permitamos. No olvidemos sus nombres nunca, ellos son nosotros.
Cuando alguien ha querido saber de qué, de entre todo lo que he escrito, me siento más orgulloso, he contesto, sin dudar ni un segundo: de las palabras que escribí sobre la lápida de mi hermano Juan Antonio, muerto en septiembre de 1987, junto con otros nueve compañeros bomberos, en la catástrofe de los Almacenes Arias, en la calle Montera, de Madrid; y de los versos que están grabados en el panel central del Memorial del Cementerio de Cáceres, en recuerdo de todas las víctimas del franquismo en la ciudad…
Vuestros nombres han horadado
inversamente la oscuridad
el olvido y la tierra…
Hasta la luz
Y en la luz os acogemos
con el reconocimiento
y el respeto debidos…
Descansad en paz