Dos relatos extraídos de “Historias de este mundo”
Uno, “El arte oculto”, en la tradición del relato realista clásico; el otro, “Homenaje al andante”, concebido a partir de técnicas asentadas en una cierta abstracción expresionista.
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EL ARTE OCULTO
Especular acerca de la (¿inexcusable?/¿preferible?/¿deseable?, al menos) honestidad del verdadero artista (y no digamos de su heroico –e improbabilísimo– compromiso, cualquiera que este sea) resulta, hasta cierto punto (hoy día), un tema ocioso y pasado de moda, o –en el mejor de los casos– asunto menor, apropiado para argüir (dulce y amablemente), o dilucidar, alrededor de una escogida y aromática taza de café (turco), entre amigos y gente conocida (por si las moscas)
Sin embargo, hubo un tiempo en que este fue tema importantísimo –de innegable trascendencia– no sólo en las tribunas de las engoladas e inútiles academias, sino entre los cenáculos y los círculos –más o menos oficiosos– de críticos, público ilustrado y artistas noveles y consagrados…
Hace poco (tres o quizás cuatro semanas), llegó hasta mis oídos una historia extraordinaria e increíble (si no fuese por el impecable e inmaculado crédito con que cuenta –no sólo en la sencilla opinión de este servidor, sino en otras más estimables e intachables– el transmisor de la misma) que ilustra precisamente la importancia que para algunos pocos artistas escogidos (y tocados por el espíritu), posee (poseía, al menos) el honesto e insobornable compromiso con su arte…
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El trágico caso que lo confirma, se dio durante los difíciles años treinta en la agreste y fiera Sicilia; allí, en un pueblecito, cuyo nombre no me fue revelado, quizás por descuido, quizás por los ecos de un miedo heredado y ancestral, o por un mero pudor y economía narrativa (quién sabe); bajo el sol abrasador de un estío inacabable, y sobre la dura, desgastada y parda rugosidad de la lava vertida por los viejos volcanes, dos caciques devotos del bel canto y de las apuestas la desencadenaron (la tragedia: tal vez, sin querer) con su terco, obstinado y ciego despotismo señorial…
Ambos, herederos naturales de sus respectivas casas, compartieron los días de estudio y desenfrenada crápula, primero, en la agitada y convulsa Nápoles y, más tarde, en la lejana y burguesa Milán, donde habían asistido al inolvidable debut en el gran teatro de la Scala del divino Enrico Caruso (al que ya habían escuchado, en una ocasión, desde los balcones del San Carlo, hacia el noventa y seis o noventa y siete)
Corría el año mil ochocientos noventa y ocho, cuando acodados en sus asientos de la Scala, asistieron acongojados al primer (apoteósico) gran éxito del joven tenor, interpretando el papel de Loris en Fedora, de Umberto Giordano (luego vendrían San Petersburgo, Roma, Lisboa y Montecarlo, cuando con su interpretación de La Bohème de Giacomo Puccini, acompañado de la divina Nellie Melba, se le abrieron las puertas del éxito internacional y del Metropolitan neoyorquino)
Aquella experiencia se les había quedado grabada indeleblemente en sus almas de fanáticos operómanos (No la olvidarían nunca, la guardarían para toda la vida: se dijeron) Nadie jamás cantaría nunca el papel de Loris como Caruso lo había hecho en aquella ocasión, nunca: se apostaban sus respectivas fortunas en ello…