Poder Popular. Octubre 2020
Educación y Cultura, bellos inútiles floreros
¿Os habéis preguntado alguna vez por qué los ministros o ministras de Educación y Cultura, en España, están entre los peores en todos los gobiernos, salvo escasísimas y honrosas excepciones? Viendo la impericia de la ministra Celáa y del ministro de Cultura –del que estoy seguro que no sabéis siquiera el nombre o los apellidos; que es Rodríguez, para que no tengáis que buscarlo–, viendo cómo lidian con la situación de emergencia que atravesamos y comparada esa pesada torpeza con, al menos, la diligencia del ministro Illa, pongamos por caso –que tampoco es para tirar cohetes, pero que, bueno, ahí está, fajándose con el morlaco que le ha tocado en suerte– o la eficacia de la ministra de Trabajo, Yolanda Díaz, ante la que me quito el sombrero por cómo está sorteando los límites del sistema y la resistencia empresarial, de una CEOE al servicio siempre del Partido Popular, justo cuando este se ha tirado al monte, resulta aún más penosa esa sensación de ministras y ministros floreros que tienen la Educación y la Cultura tradicionalmente en este país.

Pero, constatado el hecho, me interesa, hoy, avanzar algunas de sus causas, más allá de colores e ideologías, pues esto es un asunto –desgraciadamente para la izquierda– transversal; en realidad, de raíces históricas y sociales de calado.
Descartada la maldad: no me imagino a un presidente de gobierno, ni siquiera a González o Aznar –que tanto, monta monta tanto–, diciéndose, la noche anterior a decidir sus respectivos consejos de ministros: ‘¡Vamos a ver, vamos a ver, a qué incompetente pongo de ministro de Cultura o de Enseñanza que no molesten mucho!’… No. Me niego a creerlo. La causa, creedme, no es la malicia, es el puro desinterés.