José Saramago, objeto de consumo: la literatura moral y el mercado
Artículo para la revista impresa «Espacio habitado»

El pasado mes de junio murió una de las figuras públicas y mediáticas más respetadas en nuestro país, el escritor portugués José Saramago; como ya he escrito en otra ocasión, “el único clásico moderno de las letras ibéricas, en sentido estricto”. Hecho que no deja de sorprendernos en un país en donde no se lee y en donde se ha ignorado, cuando no despreciado, tradicionalmente lo que viene del país vecino. De hecho, tras su fallecimiento, aumentaron un 70% las ventas de sus libros en España.
Pero más sorprendente, si cabe, resulta ver cómo un escritor comunista, y anticlerical declarado, se ha convertido en objeto de deseo del mercado, esto es, en mercancía él mismo y su obra.
Aunque antes de 1982 ya había escrito una buena parte de su obra, no es hasta ese año, cuando se publica Memorial do convento (Memorial del convento), sobre las extremas condiciones de vida de los siervos del Antiguo Régimen feudal portugués del siglo XVIII, cuando el escritor comienza el imparable camino hacia el éxito, tanto editorial, como crítico, traspasando los límites de la literatura portuguesa. En 1984 sale O ano da morte de Ricardo Reis (El año de la muerte de Ricardo Reis), que no hace más que confirmar esa tendencia; y, sólo dos años después, en 1986, A jangada de pedra (La balsa de piedra), traducida a múltiples idiomas, y posteriormente llevada a las pantallas cinematográficas. Y es, poco después, tras el escándalo que suscita en su país la publicación de una de sus novelas más famosas, El evangelio según Jesucristo, en 1991, cuando el Gobierno portugués de entonces llega vetar su candidatura a uno de los premios literarios europeos más prestigiosos, cuando decide trasladarse definitivamente a Lanzarote. En el año 1995, publica una de sus obras más universalmente reconocidas, Ensayo sobre la ceguera, uno de sus alegatos morales más rotundos sobre, según el propio autor, “la responsabilidad de tener ojos cuando otros los perdieron”, que ha sido adaptada también al cine por Fernando Meirelles. De 1997 es Todos los nombres, una visión entre escéptica y voluntariosamente esperanzada del mundo del Capitalismo global, en toda su plenitud depredadora y deshumanizadora; que, junto con La caverna y Ensayo sobre la ceguera, dice el autor, conformarían una “involuntaria trilogía” sobre su incontrovertible fe en el género humano y en nuestra capacidad de regeneración moral. En 1998, se le concede el premio Nobel de Literatura. Se ha convertido en una figura universal, en un auténtico clásico vivo, que no deja de escribir y de tomar partido ante lo que le rodea; tomado como el paradigma vivo de los viejos escritores comprometidos, ya desaparecidos; ve, no obstante, cómo se transforman paradójicamente –como señalábamos al principio– en mercancía y objeto de consumo mediático, no sólo la dimensión pública de su personaje y de su obra, sino también su propia vida privada.
¿Cómo ha sido posible? ¿Cómo ese viejo militante comunista y anticlerical se ha convertido en un objeto de consumo mediático y literario? Desde mi punto de vista, este fenómeno –sólo en apariencia discordante, y que no se da solamente en el caso que nos ocupa– se debe a dos factores principales; uno es la naturaleza esencialmente moral de su obra y de sus posiciones públicas, esbozadas más arriba, al hablar de los títulos más importantes publicados en el último tercio de su vida; y el otro, por supuesto, la enorme voracidad y capacidad integradora de la actual sociedad de consumo, en donde la disidencia efectiva no se contempla siquiera ni como mera conjetura.
José Saramago era, en muchos sentidos, un candidato ideal –como tantos otros, repito, en los que se ha dado el mismo proceso– para ser deglutido por el sistema. Era el perfecto superviviente de un mundo ya pasado y vencido; esto es, la perfecta figura del perdedor –en realidad, del buen perdedor– tan querida por el establecimiento cultural y por esa clase media liberal de izquierda, potencial receptora de su obra, en cuyo imaginario actúa tan eficazmente una especie de vaga nostalgia por la debacle del viejo mundo perdido, reducido ya sólo a la esfera de lo simbólico. Además, sus novelas seguían esa estela de la “gran novela” clásica del diecinueve, que esa determinada fracción de público lector –al cual se dirigía el producto– reconoce y está acostumbrada; entraban, así, sin mayor dificultad, en la órbita de esa literatura moral necesaria, aceptable y aceptada por el mercado, que debe cubrir la parte del espectro de los lectores más inquietos y descontentos con el sistema vigente.
Si tuviésemos que resumir esa actitud profundamente moral y clásica, a un tiempo, que José Saramago adopta ante la escritura, dos afirmaciones suyas nos la resumirían con económica propiedad: una es que “sólo si nos detenemos a pensar en las pequeñas cosas llegaremos a comprender las grandes”; y la otra, citada más arriba, es la que nos habla de la inexcusable responsabilidad adquirida por los que vemos; pues ambas hunden sus raíces en el gran realismo crítico –y moralizador–, que, sobre los cimientos cervantinos, se levantó a lo largo de los siglos XVIII y XIX, y que va, desde las obras más elaboradas de algunos ilustrados, o de Stendhal y Victor Hugo, por ejemplo, a las de Balzac, Zola, Maupassant o Tolstoi (autores a quienes, por cierto, Saramago tradujo); y que en la Península Ibérica pasaría por las obras de Eça de Queiroz, en Portugal (con el que indudablemente tiene puntos de contacto), y de Benito Pérez Galdós y Clarín, en España. Y es por ese sentido moral y crítico (humanista, con todas las de la ley), por el que llegó a ser uno de los últimos viejos clásicos de las literaturas ibéricas, y europeas, en general; y una mercancía aceptable, e incluso rentabilísima, para el mercado editorial (y lo será aún por un tiempo; mientras sea rentable la explotación comercial de algún aspecto –aun residual– de su biografía, como su matrimonio español, por ejemplo; o de su obra).
Aun así, se podría objetar que José Saramago utiliza, a veces, estrategias narrativas no puramente realistas, al modo clásico; y así es, en efecto, además de lo ya reseñado, hay también otra práctica narrativa, muy apreciada por el mercado, fácilmente rastreable y muy bien aprovechada en la obra de José Saramago (a menudo, tan “amarga y desolada”, pero, también a menudo, tan “cercana al sarcasmo”, e incluso al esperpento: pienso en la Blimunda, o el Baltasar Sietesoles, o el Bartolomeu Lourenço de Gusmão, de Memorial del convento; o en los protagonistas de La balsa de piedra, o el de El año de la muerte de Ricardo Reis, o en el Tertuliano Máximo Afonso, de El hombre duplicado); y es la práctica del llamado realismo mágico, procedente del llamado “boom latinoamericano”, en plena vigencia cuando él se decide a recuperar definitivamente la escritura literaria, pero también de una veta simbólica muy presente en la literatura europea, desde siempre, y, desde luego, a lo largo del siglo veinte, que lo hace, incluso en sus trazas escriturales más novedosas, perfectamente reconocible y aceptable por los lectores a los que se dirige el producto.
Y, sin embargo, hay una paradoja más –la más interesante de todas– en la obra de José Saramago, que se obvia sistemáticamente en la presentación pública y mediática de la misma, y es que esos realismos, ya sea el de corte más clásico, de base moral y crítica (humanista, con todas las de la ley), o el más cercano al expresionismo mágico, quedan matizados y ampliados, en cierto modo –especialmente en algunas de sus obras: si se leen atentamente–, con su decidida apuesta por el “materialismo histórico” como eje explicativo de los conflictos narrados: y no sólo porque se vire el objetivo narrante hacia las clases sojuzgadas (“lo pequeño”), sino porque se incluyen los conflictos sociales, sin descarnarlos de su materialidad histórica (dicho de otra forma, los modos de producción económica y la lucha de clases consiguiente: esto es, “lo grande”) en el proceso del relato, formando parte constitutiva y efectiva de la diégesis; revelándonos, así, de un modo verosímil, en términos materiales, las fuerzas históricas y sociales reales que impiden a los pequeños, esto es, a los otros, llegar a “decir yo” con plenitud.
O dicho con las palabras del propio autor:
“A partir de Ensayo sobre la ceguera, hasta Las intermitencias de la muerte, mi preocupación es: qué es esto, de ser hombre, mujer, de siendo hombre o mujer, ser niño o ser viejo, ser esto o ser aquello, ser blanco o negro, qué significa. Deberíamos saber que la palabra humanidad es totalmente abstracta, no dice nada. Porque lo que llamamos humanidad en estos momentos son más de siete mil millones de personas y cada una de ellas es única. Cuando Paul Ricard decía, ha muerto hace algunos días, que el otro es como yo y tiene el derecho de decir yo, planteaba algo muy serio, y es que todos tenemos derecho a decir yo con la misma fuerza y ganas con que otros se habituaron y se acostumbraron a decir yo de generaciones y generaciones mientras que los demás eran sencillamente los otros. Esto hay que equilibrarlo. Todos tenemos derecho a decir yo”. (tomadas del discurso pronunciado en La Habana, en 2005, con el título de Pensar, pensar y pensar…)
Identidad, memoria, rebeldía solidaria, acción y responsabilidad moral, pero también, ignorancia, miedo, superstición, sumisión, egoísmo, represión; o la voluntariosa esperanza y el inveterado optimismo de –en realidad– un pesimista de fondo, esas serían las palabras que mejor definirían, seguramente, junto con las de compromiso y honestidad personal e intelectual, a uno de los últimos clásicos comprometidos de nuestro tiempo… Y las paradojas, por supuesto. Las paradojas del que sabe mirar y se ve ciego, del que ha vivido a fondo y sabe cuánto queda aún por vivir, del que ha compadecido y se ha compadecido, y del que se ha rebelado y alzado con ira, y se sabe derrotado… “El hombre más sabio que he conocido en toda mi vida no sabía leer ni escribir”, dice, por ejemplo. O “La derrota tiene algo positivo, nunca es definitiva…”
Y eso es justamente lo que hace de su literatura un objeto de consumo aceptable por el mercado: que sea voluntariosamente esperanzada, pero desolada y pesimista, todo a un tiempo: “Me gustaría escribir un libro feliz; yo tengo todos los elementos para ser un hombre feliz; pero sencillamente no puedo…” Y que su escritura, en última instancia, sea la respuesta de un hombre con un sentido muy íntimo y arraigado de la naturaleza moral de las acciones humanas; de la posibilidad que tiene cualquier hombre, cualquier sujeto, de desprenderse de la ignorancia supersticiosa y de las cadenas de la sumisión; y de Dios, claro (otro rasgo clásico de su obra: la vieja preocupación por Dios, un tema que parecía superado por la literatura de la segunda mitad del siglo veinte, luego del existencialismo, pero recuperada por el mercado: “No creo en Dios, no lo necesito y además soy buena persona.”).
Aunque, decepcionado por lo que ve (“si antes decíamos que la derecha era estúpida, hoy día no conozco nada más estúpido que la izquierda”), no pretenda ya convencer a nadie, pues “el trabajo de convencer es una falta de respeto, es un intento de colonización del otro”.
¿Pero realmente “todos estamos ciegos”, porque no nos atrevemos a “mirar el mundo”? ¿Es, de verdad, una responsabilidad moral hacerlo? ¿Dónde quedan entonces las fuerzas materiales e históricas que lo impiden?