Comunicación presentada en las Jornadas la Cultura II República. UAM. 2011
La República no es para los trabajadores
La República moderna es esencialmente el proyecto político de la burguesía comercial frente al Antiguo Régimen; esto es, frente a las monarquías absolutas señoriales de los siglos XVII y XVIII; no es un proyecto ni una aspiración que proceda de los trabajadores o de las clases subalternas. El republicanismo es básicamente el resultado del conflicto entre la Burguesía pujante y la Aristocracia decadente: sensu estricto, entre los privilegios señoriales de la estirpe y de la sangre (estamentales y monolíticos, basados en las rentas y en las prerrogativas que les ofrece la posesión de la tierra y la exención fiscal), frente a los privilegios del comercio y del capital (de clase y dinámicos, basados en el lucro y la acumulación).
La República moderna es, así, pues, la superestructura –la forma– política (fundamentada en la propiedad, los derechos individuales, la división de poderes –el derecho– y el parlamentarismo) de un modelo social y económico, el de la gran burguesía comercial, fundamentado en la posesión de dinero, el intercambio comercial y en la explotación del trabajo; que, en cuanto proyecto político –“de futuro”–, ha sido coyunturalmente compartido, en determinados periodos revolucionarios, por el llamado “tercer estado”, esto es, los sans culottes: trabajadores independientes, pequeños comerciantes y artesanos –carpinteros, sastres, etc.–, que no incluían ni a los más pobres ni a la burguesía acomodada; y, luego, por el proletariado industrial; pero siempre como meras “tropas auxiliares” de la burguesía en sus fases revolucionarias, enfrentada a los estamentos aristocráticos y clericales del Ancien Régime.
Es, precisamente, lo que sucedió, primero, en la Inglaterra de la Commonwealth Cromwelliana (en el siglo XVII); más tarde, en las colonias británicas norteamericanas(a partir de 1760), y, por fin, en la Francia revolucionaria, tanto en 1789, como en 1848, hasta la Comuna de París, en 1871.
En España, además, tal proceso –o fenómeno– no se ha dado –en las diversas coyunturas en que ha aflorado– sino como un proceso dislocado o truncado de raíz.